Unas
cuantas escenas de Vincere transcurren dentro de salas de cine o
durante proyecciones. En una de ellas, dos grupos socialistas antagónicos
discuten entre sí hasta llegar a las manos. En otra, unos soldados con las
caras cubiertas de máscaras antigás entran a un cine y se quedan parados en
formación al fondo de la sala. En una tercera, una mujer a quien el gobierno
le ha quitado su hijo llora emocionada mientras ve El pibe, de
Chaplin, proyectada una noche, al aire libre, en los fondos del manicomio en
el que fue internada a la fuerza por un psiquiatra comprensivo. Esa mujer no
es cualquier mujer, sino Ida Dalser, amante de Benito Mussolini, madre de un
hijo suyo, silenciada por el régimen hasta la muerte. Si las poderosas
imágenes de la película no bastaran para sentir el horror pero, sobre todo,
la furia que genera el espectáculo del ejercicio abusivo del poder, la placa
explicativa del final es todavía más brutal, más desoladora que las
imágenes.
Las escenas a las
que hice referencia sirven para hablar de lo que la última película de Marco
Bellocchio genera: disputa, miedo, desahogo. Bellocchio filma con rabia
controlada, con una rabia política que el cine italiano ha sabido manifestar
como ninguno, aunque hace ya demasiados años. Nanni Moretti ha sido durante
mucho tiempo el único heredero de esa tradición que consideraba el cine como
campo de discusión, que filmaba películas para ciudadanos activos, que
vociferaba sus opiniones a la par que, en el mejor de los casos, proponía un
espectáculo artístico apasionado, lleno de emociones e ideas (visuales,
sonoras y sociales). Matteo Garrone con Gomorra, estrenada el año
pasado, y Paolo Sorrentino con Il Divo, desmedida biografía de Giulio
Andreotti nunca estrenada, son la nueva generación que parece tomar la
posta. Lo de Bellocchio es un caso aparte. Debutó a mediados de los 60 con
I pugni in tasca y durante la última década ha filmado una gran
película tras otra: La nodriza, La hora de la religión (la sonrisa
de mi madre), Buenos días noche y la que nos ocupa. En todas
ellas, la pasión y su crítica se debaten hasta la locura y la muerte, que
suelen ser los destinos de varios personajes suyos marcados por las
turbulencias históricas del siglo XX.
La segunda vez que
Ida Dalser ve a Mussolini en la película es durante 1914. El entonces líder
socialista encabeza una marcha reprimida por el ejército. Entonces ocurre un
flashback abrupto que nos traslada a 1907, cuando una noche la misma
Dalser –y nosotros con ella, porque los espectadores somos ella– se ve
sorprendida por un hombre que huye y, aunque le pide ayuda, la verdad es que
se le impone como la sombra sensual, texturizada, de esa noche, de esa
secuencia, de casi toda la película. Es una aparición nocturna que la
abraza, la abrasa, la besa y se va, sin darle tiempo a nada. Siete
años más tarde, es ella quien sale a la calle, lo besa entre el caos y le
pone un papel en el bolsillo del chaleco a la altura de su corazón. Ese
comienzo marca el tono de la película. Y ese tono es el de la pasión, el del
arrebato. El del gesto repentino, avasallante. El del sexo, la voluntad, el
deseo. El de la adoración. En Ida Dalser, si se quiere, está una parte de
Italia y buena parte de Europa en la primera mitad del siglo pasado,
arrebatada por el totalitarismo, por el culto a la personalidad, por el
mito. Y esas ideas tampoco son ajenas a la historia del cine, que funcionó
como herramienta cultural al servicio de los poderes más irracionales, y
sigue haciéndolo.
Una de las mejores
decisiones de la película consiste en que, más o menos por la mitad, el
personaje de Mussolini ya no sea representado por un actor, y sólo aparezca
en imágenes de archivo, definitivamente convertido en personaje documental,
pero más inverosímil y caricaturesco que en la ficción. Esta relación del
arte con el discurso político es explorada por Bellocchio de varias maneras:
mostrando los vínculos del futurismo con Mussolini, usando material de
archivo que delata la conciencia del político que se sabe filmado,
valiéndose de metraje y recursos expresivos característicos de las
vanguardias cinematográficas, insertando leyendas sobre las imágenes,
transformando una sala de cine, como vimos al principio, en campo de
batalla. En nuestro país, sólo Pino Solanas sigue concibiendo al cine con
ese mismo espíritu militante (no recuerdo nada parecido al escándalo
desatado por la oportuna Memoria del saqueo durante una función en el
Tita Merello), y no creo que abunden muchos casos similares al de estos
cineastas generacionalmente afines, capaces de transformar una proyección de
cine en una tribuna política, sin que por ello la forma sea subalterna al
mensaje (también lo acaba de hacer Francia, pero como ha tenido una
pésima distribución y muchos creyeron que sólo es la historia de una nena,
está pasando por la cartelera sin pena ni gloria).
En campo o fuera de campo –visual o de sentido– suele haber un personaje que
se erige como el centro de la filmografía de Bellocchio: la madre. Un
personaje tan atractivo como nefasto, que es a la vez personaje concreto de
ficciones enmarcadas en contextos precisos como signo de otra cosa, sin ser
nunca del todo símbolo. El de Ida Dalser es el último eslabón de esa cadena.
Giovanna Mezzogiorno es una mujer con unos ojos enormes, increíbles,
voraces. No tiene el cuerpo de las grandes divas italianas, pero sí el mismo
ímpetu. Detrás de esa mujer que se enamora de un hombre que dice probar la
inexistencia de Dios al concederle cinco minutos para que lo mate y no
recibir respuesta, están tanto la hembra que devora y es devorada en el sexo
como la compañera que invierte todos sus bienes en la causa del hombre que
ama y, servil, le ata los cordones como si fuera un chico; están la
mitómana, la enamorada y la rebelde; están la admirable que no cesa de
gritar lo que piensa, y la despreciable que mira con asco a su cuñado porque
no habla francés. Todas esas mujeres es Ida Dalser, como tantas mujeres era
la mujer que Mastroianni no se atrevía a tocar en la Fontana di Trevi de
La dolce vita. Pero si Anita Ekberg allí, como todas las de Fellini, era
al fin y al cabo una mujer inexistente, prolongación de una fantasía
descomunal, la mujer de Bellocchio tiene existencia física –coge y concibe–
sin dejar por ello de ser también Italia, la matria que mangia o
enloquece a sus hijos, la pasión que engendra monstruos ingratos como Il
Duce.
Marcos Vieytes
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