El 11 se septiembre de
2001, en el espacio aéreo norteamericano, cuatro vuelos fueron secuestrados
casi al mismo tiempo. Tres de ellos impactaron sobre los blancos previstos:
dos sobre las Torres Gemelas, en Nueva York, y uno sobre la sede del
Pentágono en Washington. El cuarto, supuestamente destinado a la Casa
Blanca, terminó cayendo sobre un campo en Pennsylvania. Ninguno de sus
pasajeros sobrevivió. En pocas líneas, esta es la historia oficial tomada
por el británico Paul Greengrass (La supremacía Bourne, Vuelo en
busca del amor, Domingo sangriento) para realizar una película
que se inscribe en lo que se prevé será una larga serie que revisita uno de
los días de mayor impacto en la historia reciente. Hay estudios que, con
distinto grado de seriedad, ponen en cuestión la versión norteamericana de
los hechos, por lo que la primera condición para ver y disfrutar (o mejor,
apreciar; es difícil disfrutar una película así) Vuelo 93, es
suspender las dudas que despiertan los aspectos fácticos y creer que lo que
vemos sucedió tal y como se lo relata.
El director afirma haberse documentado en las grabaciones de las llamadas
telefónicas que los pasajeros y la tripulación del vuelo número 93 de United
Airlines realizaron a sus parientes y amigos, y en los testimonios de éstos
últimos. De entrada se advierte el background de este cineasta como
documentalista televisivo: Greengrass toma prestado el lenguaje del
documental para crear una película de ficción contundente. La apuesta es
mostrar cómo sucedió sin demasiado adorno, lo más lejos posible del
melodrama y de la espectacularización de la tragedia (algo de lo que se hace
uso corriente en el periodismo televisivo). En ese marco, la mayor parte de
los protagonistas que están en condiciones de contar la historia se
interpretan a sí mismos; entre ellos, sorprende Ben Sliney, director de
operaciones nacionales de la Administración Federal de Aviación, quien ese
día debutaba en su puesto.
La película se desarrolla en interiores, en tres ámbitos distintos: avión,
sala de controladores aéreos, base militar. Hay muchos personajes pero
ninguna cara conocida, y no sólo por el lado del elenco (no hay actores
famosos) sino en lo que hace a la propia intimidad de la ficción, ya que su
estrategia evita la empatía y los golpes bajos que podrían provenir del
relato de las historias anteriores de cada uno de los personajes que
(intuimos) tienen esposas, maridos, hijos, novios, padres, y que,
invariablemente, sabemos que morirán. Se muestra también el miedo de los
propios secuestradores, los preparativos, la angustia de saber que ellos
también van a morir.
Greengrass superpone y alterna con habilidad las escenas que se suceden casi
en tiempo real. Su posición política queda de relieve al mostrar la
inoperancia del ejército estadounidense y las fallas de los conductores del
país para comunicar a los diferentes organismos entre sí (e incluso las
trabas que se presentan para contactar al presidente con el vice).
Las escenas cruciales fueron filmadas en los pasillos de un avión, y allí se
evidencia el excelente trabajo de cámara, a menudo en mano, que busca las
imperfecciones para contagiar la sensación de caos. En el montaje, sin
embargo, podría haberse evitado la intrusión de una música que pretende
subrayar lo que ya quedaba claro.
El efecto que produce Vuelo 93 es desolador. Uno de los momentos
mejor logrados, que habla del equilibrio y la seriedad con que Greengrass se
tomó esta empresa, es aquel en que se superponen las oraciones recitadas por
los pasajeros cristianos con las de los terroristas musulmanes. Todas van
dirigidas a un mismo dios.
María Molteno
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