Nació el 22 de octubre de 1943 como Catherine Dorléac y comenzó a actuar de
adolescente, utilizando el apellido de soltera de su madre. Cuatro décadas después,
Catherine Deneuve es dueña de un presente único. Ninguna otra actriz de las que
brillaron en los '60 goza de su salud artística, que basta y sobra para vender cualquier
película que la cuente como protagonista. La que vino a presentar a este Festival
Internacional de Cine, Genealogías de un crimen, se beneficia de los raros dones
que cincuenta flashes se empeñaron en documentar ayer a metros de las playas. La
protagonista de Belle de Jour llegó retrasada a la conferencia de prensa en uno de
los salones del "Costa Galana", envuelta en la discreta elegancia que suele
presidir cada una de sus incursiones cinematográficas. Sutiles contracciones de las
comisuras de los labios, que no parece controlar del todo, acusan esa mezcla de fragilidad
y tensión que, junto a una sensualidad gélida, buscaron tantos auteurs desde
François Truffaut a Luis Buñuel, pasando por Jacques Demy y Roman Polanski cuando
buscaron a la Deneuve.
Catherine despachó secamente al primer
"periodista" que pretendió meter las narices en sus intimidades: "Vine
aquí a hablar de cine y a presentar un film". Los temas artísticos fluyeron en
tanto. Deneuve lamentó que "el cine norteamericano, que monopoliza la distribución
mundial, conspire casi inapelablemente contra el cine de autor. Se requiere mucha
resistencia de los países que se oponen para que cierto cine personal, más talentoso,
pueda seguir existiendo". A André Téchiné, que es algo así como su director
fetiche (la dirigió cuatro veces), lo pintó como un psicólogo. "Me habla
siempre al oído, nunca delante de los técnicos. Es un tipo que siempre se empeña en dar
un paso más allá, que rueda muy rápido, pero en el que se puede confiar
plenamente." También citó a Michel Piccoli, Daniel Auteuil y Jean-Louis Trintignant
entre sus compañeros de trabajo favoritos y a François Truffaut (director de El
último subte, vehículo de su consagración definitiva) y a Jacques Demy (por Los
paraguas de Cherburgo) como los realizadores que más la marcaron. Este cronista le
preguntó por otras experiencias.
¿A qué atribuye el
resurgimiento de Belle de Jour, que usted protagonizó para Luis Buñuel hace
treinta años, y hoy se reestrena con éxito en todo el mundo?
Belle de Jour es una
película realmente intemporal, porque toca todos los fantasmas de las mujeres y los
hombres de todas las épocas, algo que un psicoanalista podría analizar muy bien. Por eso
creo que hasta dentro de 20 años esta película tendrá vigencia. Trata cosas que muy
pocas veces aparecen en el cine, ya que justamente el fantasma forma parte del imaginario
y el imaginario es muy difícil de concretizar.
¿Cómo era la mecánica de
trabajo con Buñuel?
Con Buñuel casi no había
mecánica de trabajo. El hablaba muy poco con los actores, porque estaba muy ensimismado.
Creo que para él la etapa de la filmación no era la más importante. Los temas de sus
films sí que lo eran, por lo que él estaba muy adentro de su cabeza. Y las escenas
estaban escritas de manera muy precisa, así que no había muchas variantes diferentes
para conversar. El dejaba a los actores bastante libres.
¿Y Roman Polanski?
Esto es completamente distinto,
porque Polanski es actor, incluso desde antes de dirigir. Y él te marca todo, hace la
mímica de las escenas. Yo tuve la suerte de poder trabajar con él siendo muy joven (Repulsión,
1965), entonces ese método me convenía y me llevé muy bien con él. Pero entiendo que
hay actores a los que no les gusta que el director actúe él mismo todo lo que quiere
sacar de ellos. Yo tenía la suerte de ser mujer, y desde el momento en que tenía que
interpretar lo que marcaba un hombre, ya era distinto, había una cuota extra de libertad.
Creo que Roman tiene mucha más dificultad para trabajar con los actores que con las
actrices.
Guillermo
Ravaschino |