SECCION
COMPETENCIA INTERNACIONAL
Tuesday, After Christmas (Marti,
dupa craciun. Rumania, 2010. Dirigida por Radu Muntean).
Este admirable drama
sentimental rumano fluye con la naturalidad que le confieren las
interpretaciones (justificado el primer premio a dos de sus actrices), combinadas con un guión muy inquietante y con una puesta en escena en
la que nada ha sido librado al azar.
Paul anda cerca de los 40 años, goza
de un buen pasar y tiene una esposa y una hijita con las que parece haber
conformado algo parecido a la familia ideal. Sin embargo, o tal vez por eso (ya
lo veremos luego), también tiene una
amante diez años más joven, con la que llegará a plantearse emprender una vida
nueva, blanqueando la relación y enfrentando una separación en regla.
El
director Radu Muntean contó que quiso trasladar al film la sensación que uno
tendría si espiase dentro de las casas de ciertas personas porque, según él, "la
intimidad de pareja puede ser más cautivante que una buena película de acción".
Una idea inteligente, que quizás Ingmar Bergman, más que ningún otro,
llevó "hasta sus últimas consecuencias" en 1973, con su genial Escenas de la
vida conyugal (qué cosa buena son estas películas, que valen por buenas pero
más valen aun por todos esos diálogos y puentes que proponen. Hablando de
dialogar: si todavía no vieron aquel film de Bergman, corran a verlo). Volviendo
a Muntean, digamos que alcanzó su propósito. Tuesday, After Christmas es un auténtico "drama de acción y
suspenso", y las encomiables actuaciones han sido la llave para la impronta
realista que dicha premisa reclamaba. Gracias a esas actuaciones las
delicias y los horrores del amor infiel se van contando por sí solos,
mediante gestos precisos y sutiles que a menudo van a contrapelo de lo que
las palabras dicen (lo cual aporta una bienvenida cuota de tensión
adicional). Y cualquier espectador está invitado a identificarse, a
involucrarse. Esta es
una historia que trabaja
sobre los matices: no es que Paul haya dejado de querer a su esposa, sino que
algo, simplemente (complejamente), no le cierra; no es que pretenda
hacerle daño a ella y a su amante, mucho menos a su hija, pero las expondrá
a situaciones respectivamente dolorosas e incómodas. La secuencia en el
consultorio del dentista, donde los cuatro personajes confluyen
imprevistamente, es una espléndida lección de cómo elaborar un clima
crecientemente espeso, tenso, típico de un thriller. El trabajo actoral
allí también es clave, como lo es
de toda una estructura de planos próximos, cercanos, que se sostienen largamente
en el tiempo: cada ambiente o decorado, por lo general, se resuelve en un único, duradero plano que afianza y profundiza la intimidad del espectador con el
personaje o los personajes que dominan la pantalla. Por este lado el film evoca
a la formidable Extraños en el paraíso (Stranger than Paradise,
1984), en la que Jim Jarmusch elevó el concepto de "una secuencia=un plano" a
alturas insospechadas. Y cuando cierta confesión terrible hiera de muerte la
armonía conyugal asistiremos a un plano tan interminable, íntimo y angustiante
que parece el correlato sentimental, también en tiempo real, de aquella violación
que tanto dio que hablar de Irreversible
(Gaspar Noé, 2002).Tuesday...
abreva en el mejor cine rumano de tiempos recientes y, lejos de ocultarlo,
lo agradece. Por eso hace reaparecer a Dragos Bucur, protagonista de Policía,
adjetivo (Corneliu Porumboiu, 2009), en un personaje diferente que, sin
embargo, vuelve a llamarse Cristi. Y
aquella aparente felicidad que pronto se desvanece, o se revela falsa,
remeda otro admirable drama rodado en 1985 por la talentosa Agnés Varda,
quien decidió darle justamente ese nombre: La felicidad (Le
bonheur). Aquí, como allí, una filosa idea parece avivar el fuego, y es
la que invita –nunca de manera explícita– a enlazar "familia tipo", "pareja
estable" y otros ideales socialmente impuestos con unas relaciones entre las
personas que terminan convirtiéndose en cáscaras vacías, órganos muertos. O
en el mejor de los casos, condenados.
Guillermo
Ravaschino
Essential Killing
(Asesinato esencial. Polonia-Noruega-Irlanda, 2010. Dirigida por Jerzy
Skolimowski).
“Cine esencial”, a eso
parece apuntar en un principio Jerzy Skolimowski con Essential Killing.
Un cine que prescinda de la palabra y se reencuentre con la fascinación
primitiva por el movimiento. Una vuelta a la Naturaleza, por así decirlo,
evocando tanto los espectros del cine mudo como el ímpetu modernista de las
nuevas olas de Europa del Este de la década del '60 y, entre ellas,
especialmente a
Diamantes de la noche
(1964), opera prima del checo Jan Nemec. Como aquella, Essential Killing
se centra en una huída y una persecución. Esta vez el perseguido es un
presunto terrorista islámico (Vincent Gallo) capturado por las fuerzas
estadounidenses que lo acusan de matar a tres soldados. Tras una breve
secuencia de interrogación y tortura que Skolimowski filma con el pudor y la
distancia del plano general, transportan al reo a un destino desconocido. En
el trayecto, el camión que lo lleva resbala y vuelca, y el hombre aprovecha
para escapar. De ahí en más deberá sobrevivir como pueda en un bosque nevado
de algún país innominado de Europa, asediado por variadas amenazas del
hombre y el medio.
Skolimowski
evita deslizar comentarios sobre el conflicto bélico/político de fondo; su
intención es más abstracta. El realizador polaco pone el foco en la fuga de un
hombre, en su instinto de supervivencia, en su dolor físico y en los
peligros que lo acechan. Pero también en el paisaje, silencioso testigo de
los acontecimientos que el mudo fugitivo enfrenta. Gallo
actúa sólo con el cuerpo, dejando filtrar los rastros de su humanidad
desesperada, paulatinamente animalizada, a través de sus ojos.
Claro que la
falta de palabras no equivale a la ausencia de un guión, y es justamente ahí
donde descubrimos que Essential Killing, aunque lo lo parezca, es una
película artificiosa. Un poco como en Enterrado, de Rodrigo Cortés,
el protagonista sufre y se recupera "cuando el guión lo necesita", encuentra
objetos que lo ayudan en su escape o cae en una trampa "en el momento
oportuno", complicando el verosímil y alejándose de esa sana intención
minimalista que inicialmente guiaba al proyecto. En su concentración
monumental sobre el personaje principal, Essential Killing
termina pecando de excesiva y efectista. ¿De qué otra forma podrían
explicase los flashbacks saturados de luz, o las premoniciones sobre
el caballo blanco (en esto Skolimowski imita a otro polaco, Adrzej Wajda,
cargando al pobre equino con tanto simbolismo como aquél), o el episodio en
la casa de la mujer muda, o –especialmente– la ya célebre escena de
lactancia forzada? A propósito de esta última, los hermanos Farrelly la
anticiparon en Irene y yo... y mi otro yo, pero sin tanta sordidez
como en Essential Killing y además fuera de campo, demostrando más
sutileza y espíritu de juego que Skolimowski, aunque a ellos jamás los
invitarían a participar en la competencia oficial de un festival
medianamente serio ni, menos que menos, les otorgarían el premio mayor,
sobredimensionado destino para Essential Killing.
Hernán
Ballotta
Chantrapas (Francia-Georgia, 2010. Dirigida por Otar Iosseliani). La
Georgia soviética de Stalin, donde un niño llamado Niko comparte
travesuras con dos amigos de su edad. Niko, ya convertido en un joven
cineasta que es en buena medida el alter ego del que dirigió este film, luchando contra la
censura y la burocracia imperantes para llevar adelante sus proyectos
artísticos. La intransigencia con la que los enfrenta, ciertos límites
infranqueables, la decisión de emigrar. El exilio en Francia, y los diversos
trabajos que desempeña hasta que logra filmar, o mejor dicho lo intenta,
para descubrir que la intolerancia y otras formas de censura también se
cuecen en la Europa occidental.
Este es un
film impecablemente fotografiado, con una reconstrucción de lugares y épocas
irreprochable, que exhibe el enorme oficio de su director para resolver puestas en
escena numerosas y complejos movimientos de cámara. Este es un
film... ¿cómo decirlo? Este film es un castigo insoportable.
Iosseliani
declaró que en Chantrapas quiso compartir con el espectador "la
felicidad de ser una piedra, de resistirlo todo". El principal obstáculo,
para compartir algo conmigo al menos, radica en que el protagonista es efectivamente una piedra, pero en términos expresivos. A Niko
nada parece modificarlo. Nunca cambia de tono, ni de gesto, sin importar lo
disímiles o extremas que sean sus circunstancias. Si esto ya hiere las
chances de involucrarse emocionalmente con la historia, el guión las
remata al no ofrecer indicios de que Niko tenga algo importante,
revulsivo, novedoso o tan siquiera personal para comunicar con sus películas
(son como agujeros negros porque de ellas nada, o casi nada, podrá saberse).
La
fotografía, la escenografía y la puesta en escena, espléndidas sí, también
son el lujoso marco de una historia que en cada instancia se aplica a
repetir –ya que no a reciclar– esquemas que el cine ha transitado demasiadas
veces. La grosería de los censores soviéticos (con frases tan oídas como
"adhiérase al partido y se acabarán sus problemas"); la miopía rayana en la
estupidez de ciertos mercachifles del cine; la perseverancia
de una sola pieza del joven al que nada en el mundo podría detener; toda
esta sustancia es tan convencional que la "belleza de las formas
circundantes" la desluce infinitamente más.
El guión,
la actuación, los tópicos hacen de cada peripecia de Chantrapas el
pesado eslabón de algo parecido a una larga cadena de trámites.
Interminablemente larga: más de dos horas de proyección. Guillermo
Ravaschino
Aballay, el hombre sin miedo (Argentina, 2010. Dirigida por Fernando
Spiner). Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, este film de Fernando
Spiner consigue mixturar el western con la gauchesca sin que la fusión haga
ruido, sino más bien armónica y originalmente.
Aballay es
un cruel forajido que un día, tras un cruce de miradas con el hijo de una de
sus víctimas y luego de haber sido traicionado por los suyos, encuentra en
el estilitismo la
posibilidad de redención
(los místicos estilitas eran
penitentes que subiéndose a una columna y permaneciendo allí el resto de sus
vidas purgaban sus pecados).
Y entonces decide no apearse más de su caballo.
Desde ese instante un mito se crea y nace para el pueblo la figura del
Santo. Pero su último acto de salvajismo retornará en la figura de un joven
–ese niño que
había visto morir a su padre en el asalto a la caravana inicial– que
regresa en busca de venganza.
La banda de
criminales sigue abusando del poder ahora en cargos públicos y de autoridad
y el Muerto, el nuevo jefe, dueño y señor de vidas y propiedades, ante la
llegada del joven verá a un posible enemigo al que hay que controlar
(aun sin conocer su origen ni su misión). La batalla está planteada y muchas
cuestiones no cerradas deberán resolverse tarde o temprano.
Spiner
sabe apropiarse del género y la narración y los personajes así lo
demuestran. Villanos malísimos y buenos inocentes luchan sin poder dejar que
afloren de sí perversidades y flaquezas propiamente humanas, trabajando el
estereotipo un poco más allá. Algunas escenas (la de la yerra, el
escape, la captura posterior) demuestran la precisión de la puesta en
escena y del equipo actoral donde brillan Claudio Rissi, Moro Anghileri,
Luis Ziembrowski y Pablo Cedrón. La fotografía en el norte argentino se
destaca especialmente transmitiendo con belleza su geografía montañosa, sus
desiertos áridos, sus parajes polvorientos, que se vuelven también
protagonistas. Quizás algún alargamiento en el nudo de la película y algún
desaprovechamiento de las pugnas finales en los (demasiados) duelos
personales a dirimir resienten el resultado final pero en términos generales
Aballay, el hombre sin miedo sale airosa. Y sutilmente otra vez la
aparición de la violencia anuda sin querer el tiempo de la escritura del
cuento (los '70) con los orígenes nacionales. Una violencia que subsiste,
inevitablemente y sin posibilidad de redención, a los finales felices.
Javier Luzi
The Hunter (Shekarchi.
Alemania-Irán, 2010. Dirigida por Rafi Pitts). A esta altura ya no es
secreto que Europa determina, a través de subsidios, becas y arreglos de
coproducción y distribución, el cine que se realiza en los países del
tercer mundo, en especial aquellos proyectos que pasan por debajo del radar
del mainstream. Esa es la distribución internacional de la producción
cinematográfica, que tiende a la estandarización formal y temática de los
cines de la periferia, que se vuelven productos for export para los
países centrales. El cine iraní es, tal vez, el caso paradigmático de esta
tendencia: desde su explosión a mediados de la década del '90, las películas
de ese origen fueron cristalizando en un modo que, desde el mundo
occidental, fue interpretado (y luego exigido) como "iraní", haciendo que
pierdan ese ímpetu de originalidad y empiecen a reproducirse infinitamente,
acorde a la demanda europea (y europeizante). En ese contexto, Rafi Pitts se
desmarca del sistema de representación típicamente iraní incorporando
elementos del cine de los países centrales: la mirada pictórica para la
composición de Antonioni, el tono distanciado y frío de la Escuela de Berlín
(pienso en particular en la capacidad de apropiarse de los géneros
cinematográficos de Christian Petzold) y la sequedad de la violencia
naturalizada del cine estadounidense de la década del '70, con Monte Hellman
a la cabeza, devolviendo un retrato de Irán novedoso. Pero lo hace para
poder hablar desde el presente absoluto de la realidad social iraní, en
estado de convulsión tras la reelección en comicios fraudulentos del líder
conservador Mahmud Ahmadineyad y las masivas manifestaciones en contra de
su gobierno.
Pitts
construye su ficción alrededor de esta circunstancia, encarnando él mismo a
Ali, quien decide tomar venganza asesinando al azar a dos policías tras la
muerte de su mujer y su hija en un enfrentamiento entre la fuerza policial y
unos manifestantes. Pitts decide ser abiertamente ambiguo con varios
elementos centrales de la trama (¿qué hacía su mujer en la manifestación?,
¿cómo descubrieron que él había matado a los policías?) para concentrarse en
su posición de absoluta resistencia contra el régimen totalitario que es,
como vinieron a demostrarlo las elecciones presidenciales, sólo en apariencia
democrático. Pero, a la vez, suspende la narración en un laberíntico bosque
en el tramo final, en el que su mirada anti-policial se vuelve más furiosa,
derivando en un final que recuerda al de La noche de los muertos
vivos, realizada cuarenta años antes pero con el mismo espíritu
contestatario que la película de Rafi Pitts. The Hunter y La noche
de los muertos vivos, cine político en última instancia. Hernán
Ballotta
Chassis (Filipinas,
2010. Dirigida por Adolfo Alix Jr.). Otra de esas películas que nos
asoman a un mundo del que probablemente no tendríamos noticia si no fuera
por el cine y sus festivales internacionales. Es filipina y nos cuenta la
historia de Nora, una madre joven que vive con su pequeña hija en una playa
de estacionamiento para camiones. En realidad, Nora vive bajo los acoplados
allí estacionados, entre cuyos fierros tiende una especie de hamaca
paraguaya que es la cama de su hija, mientras que ella duerme en el suelo y
unos pocos utensilios completan lo que mal podríamos denominar su hogar.
Hogar que debe desmontar de apuro cada vez que alguno de esos acoplados
tiene que salir a la ruta, para montarlo debajo de otro. Y mientras espera el
regreso de su marido, camionero él, se prostituye para
acceder a cosas tan básicas como una comida, una bebida, o las alitas de
ángel que ha de calzarse su hija en la espalda para cierta actividad
escolar.
Esta ficción de Adolfo Alix Jr. está
filmada cámara en mano, con una impronta realista, despojada, casi como un
documental que se limita a seguir constantemente a su personaje. Atinadas
elecciones para un film que, en consecuencia, nos irá sumergiendo en un
clima cada vez más sórdido casi sin que nos demos cuenta. Y cuando nos damos
cuenta, el impacto y la emoción se multiplican. Las actuaciones espontáneas,
sobrias; el bienvenido blanco y negro, que reduce y simplifica la
información (además de disolverle vetas distractivas, o festivas)
amplificando en similar medida el drama; lo abismalmente precario de esas
vidas; el desenlace que no develaremos, pero que cumplirá con la proeza de
pintar de rosa,
retrospectivamente, lo que habíamos visto antes; todo, en fin, está
llamado a generar la conmoción y a suscitar la indignación del espectador.
No es poco. Guillermo Ravaschino
Silent
Souls (Rusia, 2010. Dirigida por Alexei Fedorchenko). A Miron se le ha
muerto su esposa. Tanya, una mujer mucho más joven que él. No quiere ninguna
compañía para cumplir con los rituales mortuorios salvo la presencia de su
amigo Aist y así se lo expresa. Son mejares, una etnia eslava de la región
del Volga a punto de desaparecer, y ante una muerte los pasos a cumplir son
una forma de honrar la memoria de un pasado colectivo y de uno íntimo y
privado que se están perdiendo inexorablemente.
Escenas
largas y de plano fijo, donde la cámara, las actuaciones, los diálogos y la
música construyen ese tono elegíaco que marca al film y va transportando
al espectador a una inevitable sensación de desazón y melancolía. Quizá la
voz en off (una especie de fluir de la conciencia del amigo) abuse de una
especie de didactismo pedagógico de esos ritos sociales y en algunas
ocasiones confíe poco en el valor de la imagen y necesite explicar con
palabras lo que se está viendo, pero el guión transita, seguro y preciso,
cada paso en el camino a la cremación que será en aquel lugar donde la pareja
vivió su luna de miel imbricando sin pruritos muerte y
sexo, eros y thanatos.
Un final
que no por anunciado suena menos forzado resiente un poco a Silent Souls
pero uno no puede dejar de sentir esa forma tan diferente de vivir la muerte
que Oriente ostenta, maduramente, frente al infantilismo occidental. Y
comprender, finalmente y sin burdas explicitaciones, cuántas cosas estaban
llegando a término mientras se compartía la incineración ficcional de un
cuerpo. Javier Luzi
Fase 7
(Argentina, 2010. Dirigida por Nicolás Goldbart). Un duelo criollo fuera
de campo siempre es una cosa digna de ser vista o, dado el caso, oída.
Porque este duelo sucede en la oscuridad y sólo nos llega el sonido de los
aceros cruzándose. De esa noche negra de garage emergerá la figura de uno
solo de los duelistas en pugna para ir a sentarse en su impecable Fiat 125,
cual cowboy malherido que se sube al caballo porque prefiere morir en
tránsito y unido a esa otra mitad suya que lo constituye en centauro. Ese
momento es uno de los más significativos de la película y revela cuán
conscientes están sus hacedores de concretar siquiera lateral y
desviadamente, sentido del humor mediante, las bodas entre la épica del
western y la de los cuchilleros borgeanos. También puede ser vista como una
versión de Asalto al precinto 13, de John Carpenter, en la que los
habitantes de un edificio capitalino no tienen más enemigos que ellos
mismos, lo que dará lugar a la progresiva eliminación de los personajes
entre sí, en un clima de sospecha continua pero ingrávida. Porque Fase 7
es, sobre todo, una comedia con resoluciones gore que acentúa su
materialidad artificial, su condición de juguete colorido destinado al goce
de un espectador múltiple que incluye al cinéfilo curtido en el cine de los
'70 en adelante, tanto como al consumidor televisivo. La conformación del
reparto y la presencia de Yayo es clave en ese sentido. El humorista
cordobés que durante los últimos años se popularizó por sus trabajos para
Tinelli, en los que profería el más gráfico rosario de puteadas sin alterar
un músculo del rostro, está flanqueado aquí por Federico Luppi y Daniel
Hendler, las caras más representativas del cine argentino de los últimos 25
años, capaces de mentar con su sola presencia el cine de post dictadura y el
de esta última década respectivamente. Fase 7 los amalgama gracias a
un guión sólido que incluye tres o cuatro intercambios antológicos, roles
fuertemente definidos y complementarios o antagónicos, según los vértices
del triángulo que interactúen en cada situación, y una progresión dramática
que no ignora estructuras simbólicas elementales. Marcos Vieytes
L'ilusionniste (El ilusionista. Inglaterra-Francia, 2010.
Dirigida por Sylvain Chomet). El espíritu del gran Jacques Tati sobrevoló
varias de las proyecciones de este festival de Mar del Plata. Valgan
como ejemplos la retrospectiva entera del actor y director francés Pierre
Etaix, discípulo declarado de Tati y su asistente de dirección en Mon
Oncle, y Chantrapas de Otar Iosseliani, quién viene desarrollando
una puesta en escena democrática rebosante de planos generales heredera de
la concepción estética del creador de Playtime. Pero tal vez en
ninguna de ellas se manifestó de forma tan directa como en L'ilusionniste,
segundo largometraje animado de Sylvain Chomet, creador de Las trillizas
de Belleville y del segmento más irritante de Paris, je t'aime
(sí, el de los mimos). En esta oportunidad, Chomet adapta un guión inédito
de Tati y crea un protagonista a su imagen y semejanza, un viejo mago a
quien, un poco como a Monsieur Hulot, toda la ropa parece quedarle un poco
corta y la modernidad demasiado larga. Y como en las películas de Tati, en
L'ilusionniste los diálogos son pocos y mayormente irrelevantes.
Pero, primera gran traición del film de Chomet, en el cine de Tati lo dicho
es mucho menos importante que cómo fue dicho y en qué idioma, y esto es
extensivo a los objetos, fuentes de ruidos y sonidos que marcan a fuego la
experiencia moderna. L'ilusionniste sepulta bajo una música
incidental demasiado "francesa" la dimensión sonora,
ignorando uno de los pilares centrales de la puesta en escena tatinesca.
Lo que
sobrevive de Tati en L'ilusionniste es la inclinación por los planos
generales, en los que Chomet aprovecha para desplegar su visión pictórica,
que abreva en Pieter Brueghel y el arte paisajista barroco. Sus
composiciones son siempre bellas, pero de una inmovilidad alarmante. Chomet
se detiene en los paisajes urbanos y rurales de Escocia, a los que llega el
mago en decadencia económica con su conejo de la galera caníbal (escapado,
probablemente, de Los caballeros de la mesa cuadrada) para probar
suerte en un mundo post-vaudevilliano. Nueva traición: en el universo de
Tati nunca se trató del dinero o la pobreza, sino de la inocencia perdida en
esa muerte precoz que significa acomodarse al sistema moderno y
automatizado. En este sentido, si Tati recupera lo mejor de Buster Keaton
(la distancia reflexiva en el punto de vista, la institución de un sistema
de caos contra un mundo hostil gobernado por objetos), Chomet hereda los
peores defectos de Chaplin: su tendencia a la sensiblería, a romantizar la
pobreza y ponerse discursivo (ver sino el mensaje dejado en la galera sobre
el final de este film). La diferencia es que Chaplin es un
director preocupado por sus criaturas y los horrores que atraviesan,
mientras que Chomet es un oportunista que explota los clisés del vaudeville
hasta aburrir (el payaso triste, el ventrílocuo que sólo se comunica a
través de su muñeco) y apela a la lágrima fácil con un clima de nostalgia
por un mundo perdido que, a juzgar por L'ilusionniste, sólo vio en
postales. Y para colmo, traiciona su consistencia pictórica artesanal
incluyendo un horrible travelling digital en la secuencia de despedida del
conejo caníbal. Es una lástima que el excelente dibujante Chomet, a la hora
de delinear personajes y situaciones, se vuelva un simple pintor de brocha
gorda. Hernán Ballotta
White White World
(Serbia-Alemania-Suecia, 2010. Dirigida por Oleg Novkovic).
Una mujer que sale de la cárcel tras haber cumplido
su condena por matar a su esposo, la hija que anda noviando con un joven
adicto que vive con su madre y su abuela, un amigo de la familia dueño de un
bar, donjuanesco y maltratador, un hombre que siempre amó y esperó a la
mujer encarcelada. Como en una comedia de enredos, los personajes se mueven
arrastrados en su inmensa mayoría por amores cruzados y no correspondidos,
lo que multiplicado por los lazos filiales sabidos (y los que se descubrirán
a medida que avance la trama) deviene en un drama que se las da de tragedia
y sólo llega a culebrón. De repente en medio de una escena un personaje se
pone a cantar una canción lacrimógena sin que importe que lo sepa hacer mejor
o peor y ese efecto es totalmente buscado y aligera el tenor del cuento,
pero en algún momento el recurso desaparece, es olvidado durante gran parte del metraje
para reaparecer en el final. Y no es lo único que resulta forzado; las idas y
vueltas se repiten, los actos que pretenden sumar un giro sorpresivo son de
una cursilería y una previsibilidad tan grandes que por eso asombran.
Podría
hablar del procedimiento brechtiano del distanciamiento, del complejo de
Edipo o del de Electra, de la funcionalidad del coro en la tragedia griega
(véanse los inserts sobre los trabajadores que se despliegan a lo largo de
la película) y de la mirada social y colectiva por sobre la individualidad,
pero todo eso es demasiada conceptualización, un exceso teórico, una
interpretación aplicada que le queda grande a semejante producto
cinematográfico festivalero.
Javier Luzi
Todos vós sodes capitáns
(España, 2010. Dirigida por Oliver Laxe). Especie de docuficción, tan en
boga en estos tiempos, la premiada opera prima de Oliver Laxe nos traslada a
una experiencia educativa en Marruecos. Un joven director europeo (lo
autobiográfico se cuela constantemente en la ficción) realiza una práctica
de taller de cine en Tánger donde le enseñará a los niños de un pueblo
(alejado de las urbes tecnologizadas de hoy día) el uso de una cámara para
terminar filmándose ellos mismos y su ámbito natural.
La
mediación de los instrumentos, la intervención de una cámara filmando esa
experiencia, el cruce de las culturas diferentes en choque más que en plan
de integración quedan expresados en el resultado final por encima de cualquier
buena intención y más allá de lo que se ha querido lograr. Que muchas veces,
además, queda poco claro. Escenas alargadas que pierden funcionalidad y
tomas que remedan un ya clásico de Kiarostami; protagonistas que resultan,
en definitiva, conejillos de indias; paisajes insertados a la fuerza y que
vuelven a presentizar la mirada externa del director consiguen a la larga
imponerse frente al carisma y la frescura de los niños y a pesar de la corta
duración del film hacen sentir al espectador (mal que le pese a cierta
crítica snob) que el tiempo transcurrido ha sido eterno y poco productivo.
Javier Luzi
SECCION
COMPETENCIA ARGENTINA
AU3 (Autopista Central)
(Argentina, 2010. Dirigida por Alejandro Hartmann).
Una de las poco recordadas ignominias de la
dictadura militar asesina que gobernó este país entre 1976 y 1983 es la
autopista que nombra a este documental: sobre el final de ese
período el régimen expulsó de sus hogares a cientos de familias porteñas a
lo largo de una traza de varios kilómetros, para demoler esas viviendas y
levantar en su lugar la AU3 o Autopista Central. El proyecto del tristemente
célebre Osvaldo Cacciatore, intendente de Buenos Aires por aquellos años, nunca llegó a concretarse, pero muchas
casas fueron demolidas, obligando a los expropiados, que habían sido
indemnizados con montos ridículamente bajos, a ir en busca de viviendas
mucho más modestas, a veces en el Gran Buenos Aires, cuando no a quedar
directamente en situación de calle. Con el tiempo, los baldíos y las
casas destruidas a medias se fueron convirtiendo en el botín de unos cuantos
actores sociales en disputa: familias de bajos recursos que llegaron –y
algunos expropiados que retornaron– para quedarse en calidad de okupas;
"vecinos bien", por ejemplo de Belgrano R, que nunca vieron con buenos ojos
semejante degeneración (léase: desmonetización) de sus respectivos barrios;
funcionarios de distintos gobiernos democráticos que lejos resolver
el tema lo han venido estirando, y en algunos casos agravando...
El documental de Alejandro
Hartmann tiene una genealogía extraña, que él mismo, en el diálogo con los
espectadores que se estableció al finalizar la proyección, detalló. Durante
mucho tiempo lo fascinó el paisaje: aquella inquietante geografía
conformada por los restos de edificaciones, graffitis, murales y otras
cicatrices fragmentadas de la vida previa; aquellas gigantescas máquinas
viales (protagonistas de esta historia en diferentes épocas, y no sólo bajo
Cacciatore) que cual impíos monstruos parecen capaces de tirar abajo
cualquier cosa que se les ponga delante. Esto podría haber dado lugar a un
(excelente) documental poético, pero con el tiempo Hartmann fue
ganado por la idea de meterse en un paisaje muy otro, que es el caldo social
del conflicto que describíamos más arriba.
El resultado es un
film que tiene poco del documental poético que no llegó a ser (algunas muy
buenas y sugestivas imágenes), y mucho del documental social convencional, o
si se quiere clásico, en el que las "cabezas parlantes" que comunican su opinión
a cámara son las que llevan adelante el relato. Esto no esta mal ni bien; es
una elección formal entre otras posibles, y en la ocasión se apoya en un
importante trabajo de investigación y producción que le da voz a los
actores sociales que habíamos enumerado. Han de saber
ustedes que ninguno de ellos ha quedado conforme: el
Estado (hoy con Mauricio Macri a la cabeza) porque todavía no consigue
expulsar a la chusma de la traza para lotearla a precios
internacionales, dando lugar a un nuevo negociado inmobiliario; los
okupas porque nadie les ofrece una salida digna, que sería en todo caso
–como mínimo– una vivienda digna; los vecinos de pretendida sangre azul
porque tienen que seguir conviviendo con esos otros que, además de no ser de
su estirpe, le bajan el precio a sus bienes raíces. El film da cuenta de
este malestar multipolar... pero a la vez parece condenarse a
meramente transmitirlo, transferirlo, contagiárselo al espectador.
Esta película
genera una mezcla bastante fuerte de angustia e impotencia que tiene que ver
con el criterio, o con la falta de un criterio, para ordenar y seleccionar
las voces. Funcionarios correctamente repugnantes,
"soldados de Belgano R" y vecinos
brutamente discriminadores, a los que el
entrevistador no repregunta ni confronta casi nunca, obtienen el mismo
tiempo (y lo que es más importante, el mismo trato) que expropiados y
okupas. Yo sé, también se nota, que Hartmann no se identifica
exactamente con los funcionarios ni con los discriminadores. ¿Pero
qué razón había para darle a tanta gente tan abominable toda esa "vidriera",
todo ese tiempo de pantalla? En el film, y para el film, todos parecen estar
en el mismo plano. (La excepción que confirma la regla es el testimonio de
un joven ex pibe chorro y presidiario, que suena tan desgarrador,
emotivo, sincero, tan fuerte en suma, que se impone solo y funciona como un
pequeño drama por derecho propio.)
A mirar este escenario ayuda
el inesperado curso que adoptó la charla posterior a la proyección, al fin y
al cabo mucho más viva, movida y reveladora que las habituales. Cierta mujer
entrevistada por el film que se encontraba en la sala (creo que preside una
sociedad de fomento) le cuestionó a Hartmann haber reducido el
conflicto, convirtiéndolo en una especie de "Belgrano R vs. okupas"
que deja afuera nada menos que a todos los demás vecinos o propietarios de
clase media que no son refractarios, sino solidarios, con los de clase baja.
Algo de eso hay: se ven pocos solidarios y durante muy poco tiempo.
Pero la respuesta que a la objeción dio el director es la que arroja
verdadera luz. Hartmann contó que él mismo fue habitante de "la traza"
durante años, y que le costó tomar distancia porque se sentía tironeado por
las posiciones entre las que se polarizaba el conflicto: por un lado no
quería ver personas expulsadas de sus hogares, pero tampoco le simpatizaba
que todas esas almas de escasos recursos se instalasen justamente allí,
frente a sus narices, en su propio barrio. Bajo esta luz, el documental
poético nonato perfilaba la promesa de una fuga hacia el terreno de
la sublimación. El documental social ante el que finalmente estamos también
acusa una fuga, pero otra: la "clase media" que le falta a AU3 es en
realidad la persona, la mirada, del propio Hartmann. Que si se hubiese
definido o inclinado claramente hacia alguno de los campos en conflicto,
habría ordenado y jerarquizado de otro modo el material. Que aun sin
definirse, podría haber optado por mostrarse en su contradicción, en su
impotencia, en su angustia de partícipe, colocando su propio cuerpo,
convirtiendo su propia y tironeada voz en otro personaje más, acaso el
principal, de este relato. Pero no lo hizo. Guillermo Ravaschino
Road July (Argentina, 2010. Dirigida por Gaspar Gómez). Santiago
trabaja vendiendo esos juguetes de exportación que uno no sabe discernir si
son kitsch o simplemente grasas. Sale con una chica de clase alta que lo
apura para oficializar. De repente un llamado telefónico le muestra que esa
vida que vive es puro conformismo. La hermana de una chica con la que salió
hace diez años le cuenta que ella murió, que él es padre de una nena de esa
edad (la tal July) y que, si está dispuesto, puede llevar a su hija desde
donde están (Mendoza) hasta la chacra de la abuela cerca de San Rafael. El
colorado quiere huir, dice que ni loco y, finalmente, después de un diálogo
divertidísimo con su propia madre acepta no perderse la oportunidad de
entablar una relación con su desconocida hija. En un viejo Citroen
desandarán las rutas mendocinas y atravesarán algo más que caminos.
Viaje
emocional, de descubrimiento y conocimiento, esta road movie apuesta al
sentimiento sin golpes bajos ni moralina. Construye dos protagonistas
queribles y humanos que saben traspasar la pantalla y divertirnos con sus
ocurrencias y sus errores, con sus miedos y sus contradicciones. Sutilezas y
secretos, pequeños detalles, diálogos creíbles y dosis de humor armonizan en
un guión pequeño y sin pretensiones. Bellos paisajes y un elenco sin fisuras
que combina actores conocidos (Mirtha Busnelli, Betiana Blum) con otros más
noveles (Francisco Carrasco, Federica Cafferata) completan una más que digna
producción filmada en el interior del país con otro ritmo, otras voces y
otras miradas, siempre tan necesarias para ampliar nuestro mundo. Javier
Luzi
Pompeya
(Argentina, 2010. Dirigida por Tamae Garateguy). En su primera película
en solitario tras el trabajo grupal de UPA!, Tamae Garateguy vuelve
con Pompeya sobre los pasos de la representación del cine dentro del
cine, a partir de la historia de tres escritores que se reúnen para hacer el
guión de una película de gángsters ambientada en el barrio que le da título
al film. Las diferencias entre ellos (dos quieren darle un enfoque comercial
mientras que el otro prefiere una búsqueda más intelectual) dan lugar a uno
de los conflictos principales de la película y, también, a uno de sus
máximos tropiezos: la mirada burlona sobre ciertos snobismos del ambiente
que le da un aire demasiado canchero. Desde lo genérico, la directora
construye algunas buenas escenas de acción, aunque también abusa de la
cámara en mano. En fin, una película bastante fallida, en la que las
diversas líneas argumentales (la ficción dentro de la ficción, el proceso
creativo de los guionistas) terminan anulándose recíprocamente. David
Pafundi
Domingo de Ramos (Argentina, 2010. Dirigida por José
Glusman). En un pueblo chico una muerte desatará un entramado de engaños,
traiciones, infidelidades y abusos de poder que volverán a demostrar aquello
de "... infierno grande". Una señora de clase alta (Gigí Rua) es hallada muerta
y hay indicios de asesinato a la vista y pocas pruebas para descubrir
culpables. Un subcomisario (Gabriel Goity), un vecino solitario y extraño
(Mauricio Dayub), un jardinero con algún retraso (Pompeyo Audivert), dos
agentes de policía con necesidades inmediatas, un par de vecinas chismosas y
un jovencito excedido de timidez conforman el elenco de este thriller
costumbrista que se apoya en un elenco parejo y contenido y especialmente en
sutiles detalles (algún diálogo al pasar, vestuario y escenografía) que
ubican temporalmente la narración en los '70 aunque la puesta evidentemente
siempre procura construir un locus espacial y temporal bastante ambiguo.
El
director José Glusman elige desarmar la historia, en esos días previos al
Domingo de Ramos en que se encuentra el cadáver, yendo y viniendo en el
tiempo, rompiendo la línea cronológica y aportando sólo al espectador las
piezas que armarán el rompecabezas para saber qué ocurrió y para
terminar en el trágico final que se desata. Esa ruptura temporal en lo
formal es su piso y su techo, y permite que una historia bastante común y
previsible sostenga cierto interés. Una violencia subterránea que se respira
en el ambiente surge irremediable e imparable en los últimos minutos y pinta
una época nacional donde las alianzas poderosas guardaban sus sucios
secretitos y todos finalmente exhiben sus mezquindades y bajezas. Javier
Luzi
Malón (Argentina, 2010.
Dirigida por Fabián Fattore). Sosa (Darío Levin) es un hombre que trabaja en
un bar, tiene 40 años, entrena en un club de boxeo, vive en una pensión y en
sus ratos libres toca algún instrumento musical o se acompaña con ellos
mientras canta canciones de todo tipo. Tiene una vecina que le gusta, pero no
se le anima. La joven, que recibe diariamente la comida que le trae Sosa, es
madre soltera de una beba.
Malón se pasea parsimoniosamente, sin estridencias (quizá hay un
abuso de laconismo, de estudiada puesta en escena), con una cámara
tranquila y fija muchas veces en esta vida común y gris como si forma y
contenido se imbricaran sin más. Sólo de a ratos esa calma se ve
interrumpida por los ruidos ensordecedores de los viajes de Sosa en subte o
tren o las voces que se elevan por encima de la media en las conversaciones
que se dan en la mesa del bar, donde el dueño y unos amigos desgranan
anécdotas personales sobre su vida política, la militancia de ayer y de hoy
y el país, y en donde el eje central siempre es el peronismo.
Como una
letanía de voces que se sobreimprimen a la mirada diaria que el protagonista
posa sobre la postal que reproduce el cuadro de Della Valle "La vuelta del
malón", el director y guionista Fabián Fattore parece querer enlazar dos
acontecimientos. Lentamente, sin explicitaciones ni trazos gruesos, dos
salidas o excursiones se aúnan: una manifestación política y una visita al
museo de Bellas Artes para ver el cuadro original. Mitos originarios en
pugna, historias que marcan identidad, búsquedas personales y colectivas,
Malón deja en manos del espectador cualquier posibilidad de cierre o
interpretación. Y allí gana. Javier Luzi
Antes
del estreno (Argentina, 2010. Dirigida por Santiago Giralt). Juana
(Erica Rivas) es actriz. Egocéntrica e insegura. Con imprevistos ataques de
furia y de a ratos extremadamente vulnerable. Un poco afecta a la bebida.
Madre de Lili (Miranda de la Serna), una pequeña que se las trae, y esposa
de Román (Nahuel Mutti), un director de cine de culto, algo "volado", que
tiene un nuevo proyecto en danza y cuyo guión aún escribe tratando de
superar un bloqueo creativo. Juana está a punto de estrenar una obra de
teatro en el San Martín y ese fin de semana previo en la casaquinta, hogar
de la pareja, lejos del mundanal ruido, se desatará la consabida lucha de
egos en cada instancia que se suceda: una entrevista, una cena con amigos,
la convivencia diaria.
Santiago
Giralt filma Antes del estreno con cámara en mano, con primeros
planos emocionales o siguiendo a los personajes, en redundantes caminatas,
de espaldas, y en planos-secuencia que le permiten abandonar a unos por
otros en el trayecto. Pero el uso puede tornarse abuso de tanta repetición,
como los ralentis que aplica en varios momentos.
Engaños e
infidelidades que claramente exceden el coqueteo y el histeriqueo,
fragilidades y roles fluctuantes en la pareja que afectan el trabajo y la
economía hogareña, la soledad de los artistas al cuadrado, el afuera invasor
e invasivo, se exponen con la crudeza de la vida filmada, o sea del clisé de
la ficción.
Rivas
consigue con toda su potencia actoral romper el esquema estereotipado que
aqueja al guión en general y a las actuaciones en particular (y su hija en
la ficción y en la vida real, también), pero cierta seriedad en la puesta y
en los parlamentos, que lamentablemente sólo recurren al humor en pocas
ocasiones, envaran a un film que viene enmarcado en su comienzo con una
frase de Bergman y al final con "a la memoria de John Cassavetes"
(en cuya Opening Night se inspiró Giralt). Un poco
de ese aire que de a ratos se cuela en imágenes gracias al jardín boscoso de
la quinta no le hubiera venido nada mal a esta película correcta. Javier
Luzi
La
palabra empeñada (Argentina, 2010. Dirigida por Juan Pablo Ruiz y Martín
Masetti). Jorge Masetti fue un periodista argentino cuya impronta e
importancia excedió claramente las fronteras nacionales pero su figura quedó
opacada o relegada por la de Rodolfo Walsh y, más cercanamente en el tiempo,
por sus decisiones políticas tomadas en medio de la lucha armada de los '60.
Como corresponsal de radio El Mundo llegó a Sierra Maestra y entrevistó, antes del triunfo de la
revolución cubana, al Che y a Fidel. Enfervorizado
como tantos por los aires revolucionarios sesentistas comenzó a apoyar y
propagar la causa libertaria. Creador de Prensa Latina (un órgano de
noticias que salió a ofrecer la otra voz acallada por los medios
capitalistas), ejerció su dirección durante los inicios, para luego ir
pasando de la palabra a la acción. Adhiriendo al plan del Che para llevar la
liberación a los pueblos americanos, emprendió la aventura de adentrarse en
el norte argentino para tantear la posibilidad de construir un foco
revolucionario de lucha armada. La selva tucumana fue su final.
Errores estratégicos, desinformaciones, excesiva confianza, ingenuidades
políticas y una geografía adversa se sumaron para que ante el avance de la
gendarmería el grupo original terminara preso, muerto o desaparecido. Y en
todos los casos, torturado. El cuerpo de Masetti nunca se encontró.
El
documental codirigido por Martín Masetti (su nieto) y Juan Pablo Ruiz se
divide claramente en dos partes. Una muestra al periodista y otra al
militante armado. Con un formalismo nada original (documental de cabezas
parlantes, compilado de imágenes de archivo y propias), lo mejor que tiene
La palabra empeñada es una objetividad "lo más
objetiva posible" (con voces diversas y opuestas) y una recopilación de
testimonios de personajes de importancia capital tanto por el reconocimiento
público que han cosechado (García Márquez, García Lupo) cuanto por su
participación directa en los hechos que se cuentan (Ciro Bustos).
Si bien en
algún momento algún entrevistado comenta cierta controversia reciente que
involucra las nuevas miradas acusatorias, descontextualizadas y ahistóricas
de la intelligentsia argentina (Lanata, Oscar del Barco) sobre la
lucha armada y los ajusticiamientos, no es eso lo central del documental
sino la búsqueda por recuperar la figura de un actor central de la historia
argentina contemporánea a través de una pluralidad de voces pocas veces
escuchadas. Javier LuziSECCION
COMPETENCIA LATINOAMERICANA
Abel (México,
2010. Dirigida por Diego Luna). Tras su documental sobre el boxeador Julio
César Chávez, el mexicano Diego Luna debuta en la dirección de ficción con
Abel, un film particular y bastante arriesgado sobre un niño que
recién salido de un hospital psiquiátrico comienza a tener extraños
comportamientos. Abel no sólo se distingue por su temática, sino
por los elementos que utiliza el director para contar la historia, y
que lo hacen caminar por una línea demasiado delgada. Salirse de ella sería caer en manipulaciones
o en un mal gusto mayúsculo, pero
Luna se mantiene (casi) siempre en un tono medido y sobrio, recalando
una y otra vez en un humor negro chispeante, ocurrente.
El pequeño
Christopher Ruíz-Esparza (notable) es Abel, el chico en cuestión, que
devuelto a su hogar y ante la ausencia de la figura paterna comienza
a comportarse como el hombre de la casa, tanto con su hermanito y su hermana
como con su madre. Como decíamos, con un continuo humor negro y con un aire
despreocupado, el film se hace cargo de cuestiones edípicas, de la
subversión de los vínculos parentales, del machismo de ciertos hogares de
clase baja mexicanos. Sólo sobre el final (y por eso el "casi" en relación
al tono medido y sobrio de Luna), el director sucumbe ante la necesidad de
recargar lo dramático y da un paso en falso al jugar con el destino de Abel
y su hermano. Sin embargo, en el último plano Luna recupera el tono para
ofrecer un desenlace acorde a lo que estaba contando: con amabilidad, muestra
el callejón sin salida y la angustia de estos personajes que son síntesis de
la locura normalizada. Mauricio Faliero
Amor en tránsito
(Argentina,
2009. Dirigida por Lucas Blanco).
En un aeropuerto se cruzan
Mercedes (Sabrina Garciarena), Ariel (Lucas Crespi), Juan (Damián Canducci)
y Micaela (Verónica Pelaccini). Una voz en off (que será retomada por otro
personaje al final de la película y repetirá el texto resignificándolo) dará
cuenta de estas historias cruzadas que conforman el nudo del film y que se
reparten entre los que se van, los que vuelven, los que esperan, en general
siempre movidos a accionar por amor. Desesperados, desesperanzados,
ilusionados, arrepentidos, los protagonistas viven el amor como pueden o
como las heridas del pasado les permiten.
En algún
momento el espectador comprenderá que las líneas temporales puede que no
sean cronológicas, que hay tiempos simultáneos o que los pasados serán
futuros o viceversa pero ni siquiera ese juego romperá el clasicismo con el
que está planteada Amor en tránsito. Una película que si bien
coquetea con la comedia romántica es más bien lo segundo que lo primero. El
registro de comedia cede su lugar y asoma un intento de reflexión sobre la
soledad, las relaciones en la contemporaneidad, lo difícil del encuentro, el
amor en tiempos posmodernos.
A pesar de
estar centrado en cuatro protagonistas que se relacionan en dúos, el guión
suele empantanarse y repetirse, o por momentos no consigue que los ensambles y
pasajes de historia fluyan naturalmente, lo que hace que el
espectador resienta su atención. Las actuaciones son correctas. La propuesta
sin ser liviana tampoco busca demasiada profundidad ni en el desarrollo de
los personajes ni en la mirada elegida. Javier Luzi
La vieja de atrás (Argentina-Brasil, 2010. Dirigida por Pablo José
Meza). Adriana Aizenberg es Rosa, arquetipo de la anciana solitaria de
edificio: chusma, desconfiada, contaminada por la televisión y los
noticieros, con un pensamiento de derecha bastante marcado que la lleva a
hablar mal de chinos y demás personas que no parezcan "normales". Martín
Piroyansky es Marcelo, arquetipo del joven sin oportunidades: es del
interior y vive en Capital, donde estudia medicina; mientras, trabaja en un
locutorio y repartiendo folletos en la calle, y sufre de mal de amores. Sin
embargo, Rosa y Marcelo, en realidad, son arquetipos de algo que está más allá de la
historia y que tiene que ver con un modelo de representación: Rosa es
víctima de los peores males del costumbrismo televisivo; y Marcelo, de los
códigos del denominado Nuevo Cine Argentino.
Cuando un
hecho puntual los lleve a vincularse, uno esperará el choque como el gran
evento del film. Sin embargo, las expectativas se ven lentamente dinamitadas
por un guión que no puede trascender los lugares comunes. Salvo en ocasiones
(Marcelo comiendo un sándwich bastante pasado de fecha), la mezcla de las
superficies del costumbrismo y el nuevo cine argentino no termina generando
nada nuevo, básicamente porque el director entiende que entre estos personajes no
hay nada en común, y juega más a la fricción que a la fusión. Por lo demás,
ni Aizenberg ni Piroyansky, dos de los mejores intérpretes de nuestro cine,
logran sacar a La vieja de atrás de la medianía. Y es que, también,
ambos construyen una actuación arquetípica: Aizenberg y Piroyansky son "la
vieja" y "el pibe" que uno supone de antemano. Mauricio Faliero
Caño dorado (Argentina,
2009. Dirigida por Eduardo Pinto). El director Eduardo Pinto pasó de
Palermo Hollywood a los barrios suburbanos y la villa sin solución de
continuidad. En este film decidió mostrar la vida de Julito "Panceta"
(Lautaro Delgado), un operario que fuera del horario de trabajo, en el
taller de herrería que dejó su padre al morir, fabrica armas con caños y
material reciclado. Esas transacciones y el flirteo con una menor de edad
(cuyo "dueño" la reclama) también le ocasionarán complicaciones con los
capangas del lugar.
Los adornos
visuales predominan por sobre la narración: encuadres artificiales,
ralentis, planos-secuencia, una fotografía cruda (un poco abusiva), así
como un uso de colores excesivamente puros, casi publicitarios. Rasgo que
también aparece en las secuencias oníricas que recurren a cierta
estilización innecesaria. El acceso a lugares poco transitados y permitidos
hace que el director se regodee en las "conquistas conseguidas" insertando
imágenes de sitios y personas casi en un nivel antropológico más que en
función del relato.
Las
actuaciones en general no se desbordan, pero hay que entrar en el código
planteado y superar el uso de giros y modismos de lenguaje que procuran
tornar real el verosímil. Caño dorado forma parte de cierto cine
latinoamericanista (entre el realismo sucio y la estetización visual) que
procura alejarse de las historias burguesas y mostrar un otro mundo (en el
que además el halo religioso tiñe fuertemente la anécdota), sólo que uno ya
no puede estar completamente seguro de si ese mundo que se pinta es una
mímesis del real o un clisé cinematográfico.
Javier Luzi
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