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A propósito de la gran noche de las estatuillas (2000)


Paradojas del Oscar


¿Cómo empezar? ¿Celebrando la previsible y a la vez justa consagración de Belleza americana? Puede ser. También puede ser preguntándose cómo es posible que una película irreverente, abierta y desprejuiciada respecto de las drogas y fuertemente crítica del american way of life se haya perfilado y confirmado como la candidata de oro de la gran industria. Quizá porque los miembros de la Academia son gente, personas que a veces entienden y se emocionan. Y Belleza americana es una obra particularmente potente. Irresistible casi.

La que no es gente es la Academia. La Academia es una institución. La "industria", aunque algo más metafórica, también lo es. Y las empresas. Las empresas están conformadas por personas, pero suelen tender a diluir su identidad y, al mismo tiempo, a usurparla. La noche de los Oscar es una empresa, y  de las más curiosas. No se trata de una película: va en directo y sin retomas. En este sentido se parece a la televisión. Pero tiene un guión que divide su estructura en precisos actos y predispone diálogos producidos con el tiempo y la dedicación que acostumbran demandar los largometrajes. También tiene personajes, y esto siempre me incomodó. ¿Qué clase de personajes son estos? Tenemos a cotizados y talentosísimos actores, por ejemplo, que hacen de entregadores de premios, los actúan. Ahora bien, estos actores son demasiado grandes para el diminuto papel de locutores-presentadores que año tras año les toca en suerte. Está claro que ningún director de casting los hubiera escogido para ese rol. En otras palabras, esos actores no están actuando: han sido puestos allí para oficiar de ellos mismos, con sus verdaderos nombres, como locutores-presentadores, prestigiando y engalanando una ceremonia de la vida real. ¡Pero recitan las líneas de un libreto! (Muchos de ellos,  para variar, lo hacen a cara de perro, como a regañadientes.) Aquí reside, sospecho, la falsedad esencial e incontrovertible de la gran noche del Oscar.

Sin embargo, no todo es falsedad. La noche del Oscar está poblada por personas, incluso por personas-personas (si me permiten la categoría) como los otros actores, los candidatos y receptores del Oscar. Su presencia es mucho más diáfana y no suelen atormentarnos con los chistes escritos por Whoopi Goldberg (cabeza del equipo de dialoguistas de los actores-presentadores). Estas personas a veces entienden y se emocionan. Y hasta comparten con otras gentes su inteligencia y su emoción. Michael Caine, ganador de un Oscar como mejor actor secundario por Las reglas de la vida, entendió que la frase "And The Oscar Goes To..." había reemplazado a "And The Winner Is..." para amortiguar la desazón de los candidatos no premiados y evitar que se sientan perdedores, y compartió este sencillo hallazgo con el auditorio. Otros se perdieron en las ya proverbiales cataratas de agradecimientos, comprensibles pero al mismo tiempo incompatibles con el timing de espectáculo (ya ni siquiera de película) que los productores de la gran noche del Oscar persiguen con evidente obsesión. Hubo otras paradojas. El director polaco Andrej Wajda, por caso, fue condecorado por su trayectoria: más de seis décadas dirigiendo. Esas seis décadas desfilaron en apretadísimo, flojamente montado y espantosamente musicalizado videoclip. El mensaje de Wajda fue más curioso aun. Arrancó declarando que se valdría de la lengua polaca porque "pienso y siento en polaco" para soltar un afectado y calculado panegírico de la "civilización occidental" (¡sí, así!) que incluyó la celebración del ingreso de Polonia al concierto de las "democracias modernas", no sin antes denostar al nazismo... y al comunismo. Lo hizó en cuatro frases, con una capacidad de síntesis admirable. Desde el estudio, en Argentina, Axel Kutchevasky había introducido suscintamente a Wajda como "un tipo que representa una posición política". ¡Vaya si la representa! Y la empresa se la premió.

Almodóvar no sé si se salió del libreto, y en todo caso poco importa. Pero protagonizó una secuencia que no tiene desperdicio. Todos sabían que su película, Todo sobre mi madre, se iba a llevar el premio a la mejor producción extranjera. Para eso la hizo y, en ese sentido, no podría haberle salido mejor. Le entregaron la estatuilla Penélope Cruz y Antonio Banderas, animador de varias de sus películas y probablemente el presentador más a cara de perro de la noche. Como si el ya resignado protagonista de bodrios hollywoodenses no se hubiera resignado a protagonizar otra clase de bochorno: la entrega del Oscar más cantado de la Historia. La cuestión es que Pedro, al agradecer, pareció hacerse cargo irónicamente de esta circunstancia. A saber: veneró las velas que su madre y hermanas le prendieron a la Virgen de Guadalupe, el Sagrado Corazón de María, San Judas Tadeo y otros santos que ya no recuerdo, para que le fuera concedido tan preciado galardón. Y remató: "ahora voy a empezar a creer en todas esas cosas". Por Dios.

El guión de la noche del Oscar exprimió la destreza de stand up comedian de Billy Crystal en un par de momentos formidables. En uno jugó a adivinar los pensamientos que surcaban las mentes de algunas celebridades en la platea (una tercera categoría tal vez: actores que hacen de espectadores). Mirando a ese negro enorme que hizo de condenado a muerte en Milagros inesperados arriesgó: "Estoy rodeado de gente blanca". Esa era la cara de Michael Clarke Duncan. La serena y sobradora prestancia de Jack Nicholson obtuvo de Crystal la siguiente traducción: "Entre todos estos, sigo siendo el tipo más cool". Y es probable.

El escritor John Irving, quien se "adaptó" a sí mismo en la estupenda Las reglas de la vida, elaborada sobre su novela homónima, recibió el premio al Mejor Guión Adaptado. Y lo agradeció refiriéndose a esa como "una película sobre el aborto" (curiosa modestia: yo diría que es mucho más). Lo llamativo es que lo aplaudieron como si nada. Ya nadie parece cuestionar seriamente al aborto en el Gran País del Norte, y sería bueno que lo recordasen quienes se llenan la boca de otras libertades, muy otras, a la hora de reivindicar su liderazgo.

El tradicional segmento necrológico, que en apretado homenaje pasa revista a los caídos del último calendario, no estuvo desprovisto de pasos de comedia. Uno tras otro desfilaron todos esos rostros idos para siempre. Y quiso el destino que Desmond Llewelyn, cuya más memorable contribución a este arte consistió en interpretar al agente Q en la saga 007, fuera más aplaudido que el realizador francés Robert Bresson. Por lo demás, parecía que lo que movía al aplauso de los presentes no eran los méritos propiamente dichos de tal o cual fiambre sino... ¡los de las escenas escogidas para evocarlos! Hubo más: la abrasadora mirada de unos ojos que ya no miran, los de Hedi Lamarr.

Roberto Benigni, director y protagonista de La vida es bella, tuvo sus tres minutos de bufón sobre el escenario. Pero sepan disculpar: me resisto a revivirlos.

Warren Beatty también se llevó su estatuilla "al mérito". Karina Mazzoco, desde Buenos Aires, lo introdujo como a un tipo que se pone cada vez más buen mozo con el paso de los años. No puedo explicarles mi decepción al ver el rostro espantosamente deteriorado de Beatty. No sólo no está más buen mozo sino que parece aquejado por una enfermedad rara y mortífera. (La boca se me haga a un lado.) La alocución de Warren empezó como la de un opositor político, viró a una letanía verborrágica similar a la de nuestro tristemente famoso Alejandro Romay y concluyó con exhortaciones infantiles y moralistas, idénticas a las que Clint Eastwood sacudía sobre el espectador desde la última escena de Bronco Billy.

Bueno señores, yo también estoy muy cansado. Pero no puedo irme a dormir sin evocar ciertas emociones que me contagiaron. Las de Kevin Spacey, consagrado con toda justicia (si es que tal cosa puede asociarse con un Oscar) como mejor actor por Belleza americana, vinieron con la yapa del mejor agradecimiento de la noche. Tocado y tocante, breve pero contundente, Spacey prefirió resignar largas listas de nombres y apellidos en favor de una evocación esencial de la película que protagonizó. Con lágrimas en los ojos, se dio el lujo de defender una obra en la gran noche de la industria. El mejor actor de la temporada fue, al mismo tiempo, el menos actor de la velada.

Brindo por él.

Guillermo Ravaschino, madrugada del 27 de marzo del 2000    

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