¿Qué le
habrá pasado a
Robert
Guédiguian
entre
Marius y Jeannette
(1997) y La ciudad está tranquila (2000)? La primera era un retrato
triste y cálido de la vida en un barrio de clase baja de Marsella; estaba
centrada en un grupo de vecinos que, a pesar de las adversidades y
desventuras, se mostraban solidarios y compasivos. Sólo tres años después,
Guédiguian nos entrega una tragedia social revestida de gravedad, pesimista
hasta la médula y violenta hasta decir basta.
Una cámara lenta recorre la ciudad de Marsella: los edificios a lo lejos, el
brillo del atardecer sobre del mar, una pradera verde, idílica. De fondo, la
melodía suave de un piano. Inmediatamente después –corte mediante–, el ruido
ensordecedor de maquinas, de gritos, del tráfico; una mujer empaquetando
pescados. Estos dos planos encierran toda la película: por un lado, la
distancia (pocos primeros planos, pocos cortes) que decide mantener el
director para narrar su historia; por el otro, un discurso tan furioso y
anti-sutil como el mencionado contrapunto.
La ciudad está tranquila
es la historia coral de una serie de ciudadanos en Marsella. Una mujer que
debe hacerse cargo de su marido borracho y violento y de su hija (que es
prostituta, drogadicta y tiene un bebé), un pobre tipo de derechas
que traiciona a sus compañeros huelguistas y compra un taxi con el dinero de
la indemnización, un negro que acaba de salir de la cárcel y se enamora de
una maestra que tiene a su cargo un coro de niños discapacitados, un burgués
intelectual que dice representar al proletariado y se caga en todo y en
todos. Unidos por una Marsella decadente y por un mismo estado de ánimo: los
personajes no viven sus vidas, las padecen. Algunos las padecen con cinismo,
otros no abandonan la lucha (vaya uno a saber adónde cree estar el
director). Pero sufrir, sufren todos.
La sobreabundancia de temas (la drogadicción, la maternidad, el aborto, el
capitalismo salvaje, la globalización, la prostitución, la violencia
doméstica, el racismo; en fin, todos los temas sociales), la
moralina, el facilismo y los atajos narrativos (el desprecio y la burla que
el director dedica a la derecha es un arma de doble filo), el nivel de
impiedad con que el cineasta educa y castiga a sus personajes y a sus
espectadores, la inusitada cantidad de golpes de efecto (yo no veía tantos
desde Monster's Ball), el descaro en la caracterización (los
personajes no paran de decir cómo son y cómo son los demás) hacen de La
ciudad está tranquila un film insufrible.
El director conjugó todos los elementos que tenía a su alcance para decirnos
(decirnos, no mostrarnos) que el mundo es un lugar horrible y se está
cayendo a pedazos. Quizá tenga razón, pero su película tiene el valor y
la fuerza de un panfleto plagado de errores ortográficos.
Ezequiel Schmoller
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