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LA CRUZ
Argentina, 1997 |
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Dirigida por Alejandro Agresti, con Norman Briski, Mirta
Busnelli, Laura Melillo, Carlos Roffe, Sebastián Polonski.
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Alejandro Agresti tiene fama de filmar muy rápido. Y es
así: en apenas 15 años este argentino concretó la cifra récord de 11 largometrajes,
muchos de ellos rodados en Europa, de los que tan sólo dos habían sido exhibidos
comercialmente en su país hasta la fecha: El amor es una mujer gorda y la emotiva Buenos
Aires viceversa. La cruz debe ser, entre todas sus películas, la que más
refleja esa manera urgente de filmar. También, sin dudas, la que resultó menos
beneficiada por el frenesí.
La historia gira en torno de
Alfredo (Norman Briski), un crítico de cine que se queda sin trabajo cuando el diario que
lo emplea se harta de su incomplacencia con las películas argentinas. Lo mejor y lo peor
de La cruz ya aflora en ese último diálogo entre el protagonista y su editor
(Harry Havilio) que acontece al comenzar el film. El jefe lo apestilla en nombre del
patrioterismo ("Usted no puede tirarse así contra el cine nacional..."), lo
aprieta moralmente y termina en el chantaje vil: "La publicidad nos da de comer a
todos, incluso a Ud..." El apunte es filoso, vigente, y sin embargo resulta degradado
por la floja escritura de los diálogos (las propias críticas que redacta Alfredo
acumulan frases sueltas, toscas), como si la urgencia por decir se hubiera impuesto sobre
los conceptos.
En rigor, los diálogos no parecen haber sido escritos,
sino improvisados sobre la marcha a partir de un par de orientaciones generales previas al
rodaje de cada escena. Un esquema que aumenta el peso específico de Briski, quien rumbea
para el lado del grotesco hasta imponer a Alfredo como un borracho quejoso, desgreñado,
patético por donde se lo mire. No deja de raspar el hecho de que un sujeto así,
tan desvalorizado, y por lo tanto poco apto para la identificación, sea el vehículo de
los brulotes de Agresti casi siempre justos contra las hipocresías del amor,
la cultura y el trabajo. Como Alfredo también perdió a su mujer a manos de su mejor
amigo (Carlos Roffe, actor fetiche del realizador), buscará defenestrarlo por todos los
medios. Así contacta a una supuesta novia de la juventud de aquel, encarnada por Mirtha
Busnelli (otra cara usual en la filmografía de Agresti). Eloísa es mal hablada,
supersticiosa, bruta. El trazo grueso en el aspecto y la dicción es lo único que
comparte con Alfredo. El romance a medias que sostienen da la base para unos cuantos
chistes resueltos con apuro, amén de sepultar los últimos vestigios de autoestima del
protagonista.
Lo demás son sellos
reconocibles de la factoría Agresti: escenas improvisadas en porteñísimos locales
gastronómicos (buena la de la pizzería, en la que Alfredo se suma de prepo a
una cena familiar), frente al teatro San Martín o en la librería de enfrente; cámara en
mano, "desprolija", que dio mucho mejores frutos en Buenos Aires viceversa;
Norman Briski procurando mantener su rol frente a perplejos interlocutores abordados sin
aviso en plena calle. Un modo de hacer cine que por momentos emula el de Jean-Luc Godard y
otras veces el de John Cassavetes, pero raras veces su talento. Y por eso corre el riesgo
de quedar en el esquema, de convertirse en un pálido reflejo de los genios.
Guillermo Ravaschino |
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