Un presidente norteamericano negro, como el que anima Morgan Freeman en Impacto
profundo, no es moco de pavo. Sobre las primeras secuencias, su presencia hasta puede
llevar a imaginar que la segunda superproducción de SKG (el estudio de Steven Spielberg)
se animó a incursionar en los complejos conflictos socio-políticos que supone semejante
cambio de timón. Pero no. El presi negro simplemente está, como otro dato más de
una Norteamérica ambientada en el presente y que exhibe su perfil más rosa de la mano de
la directora Mimi Leder (El pacificador) y del padre de Jurassic Park.
También están Elijah Wood, ya un poco grandecito como el chico que con su telescopio del
colegio descubre un cometa que rumbea peligrosamente hacia la Tierra, y Jenny Lerner (Téa
Leoni), la conductora del noticiero de TV que se ocupará de convertir a la catástrofe en
ciernes en un reality show para los espectadores de la película. La subtrama
familiar de Jenny con un padre que la quiere mal y una madre melancólica y
borracha parece haber sido escrita para darle lustre al elenco con la inclusión de
Maximilian Schell y Vanessa Redgrave, y es el primer indicador de las dos horas largas que
insumirá el relato.
A modo de telón de fondo, y como para
barnizar al drama con aires épicos, está el pueblo norteamericano, que vuelve a aparecer
como una masa informe en armonía con su presidente, las caras de la televisión y las
políticas de Estado. En este punto Impacto profundo es como Día de la
Independencia y Contacto: busca convencer al mudo del liderazgo de Estados
Unidos en todos los planos y consolidar esa impresión en los estratos chauvinistas de la middle
class, que son su público privilegiado (y que dejaron más de 40 millones en las
boleterías durante el fin de semana del estreno). Una empresa en la que no escatima una
sola de las malas artes del realismo hollywoodiano. La previsibilidad empaña a cada uno
de los dramas en cuestión, lo que incluye la subtrama de los astronautas que fracasan una
y otra vez en su tarea de hacer estallar el cometa: allí está Robert Duvall, el único
veterano de una tripulación que se le muestra esquiva, listo para deslumbrar al planeta
cuando llegue la ocasión.
La endeblez dramática pasa de castaño
oscuro (por momentos todo sugiere que Spielberg, vía SKG, se dedica a delegar trabajos
demasiado sucios para lucir su firma como director): el presidente anuncia el choque
inevitable con varios meses de anticipación, pero el lugar exacto sólo lo revela... un
par de horas antes del desastre. Claro que la gente organizada del Gran País no es presa
fácil del pánico; eso ocurre en Rusia y Latinoamérica, que además y esto lo
dicen Jenny y la TV no tardan en convertirse en tierra arrasada por los
vándalos. Rubro estrella en este género, los efectos especiales son muy frágiles
(maquetas) o demasiado breves, como si los 75 millones del presupuesto no hubieran
alcanzado para pagar las horas extras del personal de CGI (animación computarizada). El
final es una especie de ensalada de todas las concepciones del crescendo dramático
que manejan los ejecutivos de marketing: un tendal de despedidas lacrimosas, dos o tres
sacrificios heroicos de último minuto y un discurso de cierre con que el presi, a esta
altura entre la directora de escuela y el jefe de familia, invoca a Dios y agradece a los
presentes.
Guillermo Ravaschino |