Cuando la rareza es la norma, lo normal es raro, y eso sucede con este nuevo
film de François Ozon. Pero lo raro, en Ozon, también solía ser retorcido,
indigerible, gratuitamente provocador. Y la “normalidad” de Tiempo de
vivir –su linealidad argumental, su ausencia de vueltas de tuerca– lejos
de comerse al film se convierte en el vehículo de sus emociones. Así
que enhorabuena.
Claro que, a priori, uno tenía derecho a suponer que el
director de La piscina se había pasado de rosca para el otro lado:
esta es la historia de Romain, un joven gay, fotográfo de modas, al que un
médico –a poco de comenzar el relato– le diagnostica cáncer fulminante. Le
augura tres, cuatro meses de vida, mientras nosotros auguramos un enésimo
bodrio terminal, cursi, plagado de golpes bajos, de esos en los que alguien
hace en unas pocas semanas todo lo que no ha hecho en décadas. Pero no. Lo
que sigue es un drama sobrio, íntimo, sutil, que fluye con admirable
naturalidad.
Esa fluidez tiene dos secretos. El primero es un acertado
manejo de los tiempos, y no sólo en términos de montaje sino de guión:
ninguna de las situaciones, ninguno de los encuentros y desencuentros que
atraviesa Romain (con su hermana, a la que no había podido dejar de odiar;
con su abuela cómplice; con su novio; con las drogas) pretende dar cuenta
por sí mismo de su psiquis; la suma de todos esos momentos, en cambio,
va construyendo –transmitiendo– su posición, sus estados, su evolución. En
otras palabras: el guión está hecho de un cúmulo de instantes vitales bien
seleccionados y mejor dosificados. El segundo secreto no es ningún secreto,
sino la composición que hace Melvil Poupaud del personaje principal. Se
diría que una vez más estamos ante un actor que “deja la vida en el
escenario”. Y es así nomás. Pero en este caso resulta doblemente bienvenido,
ya que Romain está condenado a hacer exactamente eso –dejar la vida– en su
decorado terrestre. Y no es poco emocionante seguir sus pasos para apreciar
algo que suena parádojico: cómo va creciendo... mientras va muriendo.
(Digresión: aunque parezca increíble, este es el mismo Melvil Poupaud que,
allá lejos aunque no hace tanto tiempo, encarnó al protagonista adolescente,
amanerado y desvaído de Cuento de verano de Eric Rohmer. Y su entrega
evoca la del olvidado Cyril Collard, director, guionista y protagonista de
Noches salvajes, otro portentoso drama terminal francés... en dicho
caso autobiográfico: cuenta la historia del propio Collard, quien murió de
sida poco después de terminar el montaje y antes que la película arrasara
con los premios Cesar.)
Entre los placeres tangenciales está la mencionada
abuela, interpretada por una sempiterna Jeanne Moreau que aún derrocha
personalidad y talento (¿Pero qué se ha hecho en la cara? ¡Parece la cruza
de Tita Merello con Darth Vader!).
El film concluye en la playa, sobre la arena, cerca del agua, entre esos
elementos de los que tanto nos habla este cineasta desde siempre, y que
parecen ser el puente entre los dos (acaso más que dos) cines de François
Ozon. Yo no sé si hay algún final que justifique por sí solo una película;
pero si lo hubiera, sería éste.
Guillermo Ravaschino
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