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TIEMPO DE VIVIR
(Le Temps Qui Reste)

Francia, 2005



Dirigida por François Ozon, con Melvil Poupaud, Jeanne Moreau, Valeria Bruni Tedeschi, Marie Riviere, Louise-Anne Hippeau.



Cuando la rareza es la norma, lo normal es raro, y eso sucede con este nuevo film de François Ozon. Pero lo raro, en Ozon, también solía ser retorcido, indigerible, gratuitamente provocador. Y la “normalidad” de Tiempo de vivir –su linealidad argumental, su ausencia de vueltas de tuerca– lejos de comerse al film se convierte en el vehículo de sus emociones. Así que enhorabuena.

Claro que, a priori, uno tenía derecho a suponer que el director de La piscina se había pasado de rosca para el otro lado: esta es la historia de Romain, un joven gay, fotográfo de modas, al que un médico –a poco de comenzar el relato– le diagnostica cáncer fulminante. Le augura tres, cuatro meses de vida, mientras nosotros auguramos un enésimo bodrio terminal, cursi, plagado de golpes bajos, de esos en los que alguien hace en unas pocas semanas todo lo que no ha hecho en décadas. Pero no. Lo que sigue es un drama sobrio, íntimo, sutil, que fluye con admirable naturalidad.

Esa fluidez tiene dos secretos. El primero es un acertado manejo de los tiempos, y no sólo en términos de montaje sino de guión: ninguna de las situaciones, ninguno de los encuentros y desencuentros que atraviesa Romain (con su hermana, a la que no había podido dejar de odiar; con su abuela cómplice; con su novio; con las drogas) pretende dar cuenta por sí mismo de su psiquis; la suma de todos esos momentos, en cambio, va construyendo –transmitiendo– su posición, sus estados, su evolución. En otras palabras: el guión está hecho de un cúmulo de instantes vitales bien seleccionados y mejor dosificados. El segundo secreto no es ningún secreto, sino la composición que hace Melvil Poupaud del personaje principal. Se diría que una vez más estamos ante un actor que “deja la vida en el escenario”. Y es así nomás. Pero en este caso resulta doblemente bienvenido, ya que Romain está condenado a hacer exactamente eso –dejar la vida– en su decorado terrestre. Y no es poco emocionante seguir sus pasos para apreciar algo que suena parádojico: cómo va creciendo... mientras va muriendo. (Digresión: aunque parezca increíble, este es el mismo Melvil Poupaud que, allá lejos aunque no hace tanto tiempo, encarnó al protagonista adolescente, amanerado y desvaído de Cuento de verano de Eric Rohmer. Y su entrega evoca la del olvidado Cyril Collard, director, guionista y protagonista de Noches salvajes, otro portentoso drama terminal francés... en dicho caso autobiográfico: cuenta la historia del propio Collard, quien murió de sida poco después de terminar el montaje y antes que la película arrasara con los premios Cesar.)

Entre los placeres tangenciales está la mencionada abuela, interpretada por una sempiterna Jeanne Moreau que aún derrocha personalidad y talento (¿Pero qué se ha hecho en la cara? ¡Parece la cruza de Tita Merello con Darth Vader!).

El film concluye en la playa, sobre la arena, cerca del agua, entre esos elementos de los que tanto nos habla este cineasta desde siempre, y que parecen ser el puente entre los dos (acaso más que dos) cines de François Ozon. Yo no sé si hay algún final que justifique por sí solo una película; pero si lo hubiera, sería éste.

Guillermo Ravaschino      

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