Desde que aquellos dos hombres salieran del mar con un armario a cuestas en
su corto de 1958 Dos hombres y un armario, el de Roman Polanski siempre fue
un cine de hiperconcentración dramática, de premisas minimalistas, de encierro
y su efecto en quienes lo sufren. En ese contexto hacen su aparición el
absurdo y el surrealismo, constantes en su filmografía que se fueron
apaciguando con el correr de los años hasta casi desaparecer en su obra
reciente, y que surgen de ese estado persecutorio del que son presas sus
personajes, alternativamente agorafóbicos y claustrofóbicos, un tipo de
inclinación psicótica que efectivamente suele transformar los elementos.
Esto no quiere decir que el encierro presupone a sus personajes: parece ser
una consecuencia de un entorno enfermizo, de unos imperativos sociales y
sexuales que terminan por empujar a los individuos a un punto de no retorno
que absorbe a la propia puesta en escena.
Teniendo en
cuenta estas coordenadas, no es difícil suponer por qué Polanski decidió
adaptar al cine la obra de teatro de Yasmina Reza "Un dios salvaje", una
pieza que transcurre completamente en un departamento con apenas cuatro
personajes, dos parejas pequeñoburguesas que se reúnen a discutir un
acontecimiento aparentemente insignificante: el hijo de la pareja invitada
golpeó con un palo al hijo de la pareja anfitriona y, como resultado, le
sacó dos dientes. Polanski no se aparta de esta premisa y construye su
película en este lugar cerrado, trasladando la acción desde el original en
París a un departamento en Brooklyn, aunque filmado en la capital francesa
porque el director polaco aún es prófugo de la justicia estadounidense.
El
tema de Un dios salvaje, si no universal, es al menos común para la
población acomodada de las grandes urbes del mundo occidental. A saber: cómo
construimos una frágil fachada de civismo tras la cual ocultamos los
impulsos más puramente animales. Y es este encierro, y el contacto con el
otro lo que termina desmoronando esa fachada. Que esta sea la tesis de la
gran película de Buñuel El ángel exterminador es aquí un dato
secundario, pues la referencia, al menos desde el punto de vista del texto,
parecen ser esos estudios de las dinámicas del poder expresadas a través del
lenguaje que nutren a las obras de David Mamet.
Si bien es
cierto que Un dios salvaje comparte con la película de Buñuel la
incapacidad casi sobrenatural de los personajes de escapar de esa situación,
el peso del texto de Yasmina Reza, acá no tan adaptado como trasladado
a la pantalla a cuatro manos entre Polanski y la propia Reza, termina
imponiéndose al violentísimo nonsense de El ángel exterminador.
Lo cual no sería un problema si hubiera en la película de Polanski la idea
de reinterpretar o apropiarse del material o, al menos, la intención de
exponer su origen teatral. Por el contrario, los cuatro actores (Kate
Winslet y Christoph Waltz por el lado del agresor y Jodie Foster y John C.
Reilly como los padres del chico agredido), esclavos del texto y de sus
respectivos personajes, interpretan la farsa del teatro enfrentado a la
cámara de cine. Y ni el texto ni los personajes pueden hacer mucho por
sacarlos a flote: la supuesta sátira mordaz queda reducida a unos clisés
banales sobre la hipocresía de la burguesía (¿otra vez sopa?), a un
determinismo social sin dobleces que hace de los personajes figuritas
unidimensionales, incluso y especialmente cuando parecen rebelarse contra
los buenos modales.
En el teatro, el
actor y el texto deben establecer el entorno propicio para que el espectador
pueda completar con imaginación el universo representado en el escenario (y
siempre es un universo trunco, pues la presencia física del actor ancla la
representación en la realidad concreta del escenario). En cambio, gracias a
la naturaleza necesariamente realista del cine, en éste ese universo ya está
dado, y sumarle la parafernalia de la representación teatral es contradecir
su esencia, oponer a la huella de realidad de la imagen cinematográfica una
realidad inventada, una segunda naturaleza que anula la primera. El gran
pecado de Un dios salvaje es no haber podido hacerse cargo de ese
paso entre dos medios, intentando por el contrario invisibilizar los rastros
del escenario sin transformarlo en una cuestión a resolver con armas
cinematográficas, como si con cubrir la cuarta pared y colocar la cámara
dentro del escenario bastara.
Y si el texto de
Yasmina Reza ocupa el lugar central de la película, la cámara de Polanski
retrocede y se limita a filmarlo, no como "espectador ideal" del teatro,
aquel hipotético ser que el teórico André Bazin asoció a la cámara de cine y
que tiene el poder de detectar con el detalle de un microscopio las claves
expresivas de la obra de teatro en cuestión, sino como un mero testigo
indiferente que sigue la acción y el texto con la mirada. Y en este punto
Un dios salvaje parece uno de esos teleteatros tan populares en los
primeros años de la televisión, en los que la cámara no era más que un
mediador entre el actor de teatro y los telespectadores.
Porque, como
dijo Bazin, en la relación entre el teatro y el cine este último debe
funcionar como intensificador de los rasgos dramáticos esenciales de la
obra, y no como la prótesis de realismo del que el teatro carece. Por eso la
tibia puesta en escena de Polanski, que intenta convencernos de que estos
personajes de teatro son cuatro burgueses en un departamento de Brooklyn,
está condenada a anularse bajo la expresiva y sobreactuada representación
teatral, y termina resultando demasiado derivativa de la obra original como
para formular algo distinto o problematizar esa transición. Solamente en los
momentos en los que un lente gran angular deforma las figuras tímidamente
animalizadas de esta civilizada sátira de la civilización, el grotesco llega
a resaltar aquellas claves expresivas. En el resto, el texto y la
representación teatral terminan por sepultar la potencialmente valiosa unión
entre el teatro y el cine. No todo se ha dicho con respecto al matrimonio
entre el teatro y el cine; por lo pronto, Un dios salvaje es causal
de divorcio.
Hernán Ballotta
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