De
todas las cosas que se pueden decir de una película, que "es aburrida" es
una de las más tontas, vagas e inconsistentes que hay. Decir que una
película es aburrida es no decir absolutamente nada. El aburrimiento y la
diversión son estados o sentimientos tan de uno, tan propios e
intransferibles, como el dolor físico, como la concepción de la belleza y
como tantas otras cosas. Difícilmente el aburrimiento se pueda convertir en
un parámetro. No hay que ser un fundamentalista del relativismo para saber
que lo que para uno es aburrido... etc., etc., etc. Y sin embargo...
qué complicado me resulta este asunto de hablar de las películas de Asia
Central. Es que, justamente, ¡me aburrieron casi todas! Así nomás. Si no lo
aclarara así, de primera, me sentiría un poco hipócrita; más aun si me
largara a hablar muy suelto de cuerpo de temáticas compartidas, de ejes
narrativos, de la Unión Soviética y su caída, de la dicotomía
Oriente/Occidente o de cualquier otra cosa. Sí, lo que más sentí viendo las
películas fueron ganas de irme del cine. Pero no podía. Había decidido
cubrir la sección. Y así, diligentemente, me clavé una decena de
películas de Kazajstán, Uzbekistán y de otros países que no podría ubicar
jamás en un mapa. Esto es lo que vi. Y lo que ustedes –si no estuvieron por
esos días en la Ciudad Feliz– probablemente no vean nunca.
El aburrimiento,
entonces. Digámoslo: las películas de Razikov no tienen el timing de
las de Howard Hawks; el hilo narrativo de Nevestka no se desenrolla
al ritmo loco de el de Una Eva y dos Adanes. Las películas de Asia
Central (al menos estas) no son "screwball comedies", definitivamente. Pero
esto no es necesariamente malo. Sería –y suele ser– un poco cansador que
todas las películas se nos presenten como objetos frenéticos corriendo
alocadamente, montados (mutilados) a lo Moulin Rouge, epilépticos a
lo Irreversible. Por un lado, la consigna "Diversidad o Muerte". Por
otro, Hitchcock diciendo que el único pecado en el cine es aburrir. ¿Quién
sabe? Para pecado, el aburrimiento es demasiado intangible. Lo que a mí sí
me resulta y resultó pecaminoso e intolerable (mucho más que mi muy
subjetivo aburrimiento) fue el invitado ausente de esta sección: el sentido
del humor. Sí, el sentido del humor brilló por su ausencia, oscureciendo
toda la sección. La solemnidad fue indudablemente el común denominador de la
retrospectiva. Que nadie me venga con que estos países sufrieron mucho y
todavía padecen hambre, que la gente está desocupada, que la tienen bien
difícil. El miedo y la desesperación engendran y engendraron los mejores
chistes: los que duelen. El sufrimiento no tiene nada que ver y una película
no tiene que ser grave si toca una temática urgente. Creo que esto es claro.
¿Se trata de otra cultura, quizá? Dudo que tenga que ver con eso; lo cierto
es que el tono grave y el ánimo de denuncia tiñeron toda la retrospectiva. Y
a mí, francamente, me cuesta creer que una cultura toda esté extirpada de
humorismos y humoradas.
Hablar de Killer
(del kazajo Darezhan Omirbaev),
por ejemplo, es hablar de un dominó-rally de tragedias. De una pequeña
distracción (un hombre está manejando; se da vuelta para ver a su hijo
recién nacido y se pega el palo contra el auto carísimo de un mafioso) que
desencadena grandes miserias, golpizas, una insoportable asfixia económica,
robos y maniobras extrañísimas (¿cómo puede ser un buen negocio comprar un
auto en Alemania y venderlo en Kazajstán? ¡Que alguien me explique la
metodología empleada para robar autos en ese país!), préstamos con
desorbitantes tasas de interés y –claro– finalmente, muertes. Un panfleto
que no reclama nada. Una larga queja. Ah, la violencia material queda
siempre fuera de campo.
De Omirbaev también
vi The Road, una película menos quejosa y más reflexiva y
autocrítica. Y con un interesante manejo del tiempo. Un director de cine
(alter ego explícito de Omirbaev) va a visitar a su madre enferma. El
recorrido, la ruta, el paisaje desolado desencadenan sus recuerdos, sus
miedos, sus pecados (o lo que él cree que son sus pecados), sus dudas, sus
sueños (sueños literalmente; no como sinónimo de fantasías). Omirbaev
castiga bastante a su personaje; es decir que se castiga a sí mismo. Como
8 1/2, de Fellini, pero menos autoindulgente y muchísimo más seca. Este
Omirbaev parece ser el director más atractivo de la región.
Y, aprovechando que
nombré a Fellini, procedo a hablar un poco de Biografía de un joven
acordeonista, una película felliniana, bien episódica y bochinchera,
sobre el mundo de la infancia: el descubrimiento de las mujeres, la
fascinación por el cine, la música como salvavidas en situaciones extremas,
las pandillas juveniles light. Retrato parsimonioso de encuadres
abiertos y estáticos, con pocos conflictos, algo aleccionadora: una
acumulación de postales-situaciones de la vida de unos chicos en un entorno
bélico. Casi toda en blanco y negro. Casi. De vez en cuando irrumpe alguna
imagen a color. Un desborde de originalidad-arbitrariedad que puede llevar a
mucha gente a interpretar muchas cosas. Yo paso.
Viendo esta película
(y las otras) queda en claro entonces que: a) fueron múltiples las guerras
que azotaron la región; b) afectó mucho a todos la llegada del comunismo
soviético, esa otra religión que vino a reemplazar al islamismo; c) en la
zona proliferan las mafias, y a juzgar por su omnipresencia en la pantalla,
parecen constituir un verdadero problema; d) en estos países sobra violencia
y falta dinero. A propósito del punto b), vean lo que le ocurre al
protagonista de El orador con la llegada del (nuevo) régimen
comunista: por un lado –gracias a su facilidad retórica– el Partido lo toma
como orador oficial y lo manda a arengar a las masas de pueblo en pueblo;
por el otro, tiene tres esposas y el comunismo sólo acepta una. Horror. ¿Una
buena oportunidad para ver cómo funciona un harén en una película que no es
porno soft? No, una película insoportable, con una puesta en escena teatral
y torpe, con escenas inverosímiles y/o mal resueltas, mal iluminada, y
pésimamente doblada (como en los Oscar o en algunos documentales del cable:
se escucha la voz original a un volumen bajito y, por encima, la voz del
doblaje). Impresentable.
Entre
intrascendentes y simpáticas: Schizo (una de un chico de quince
que no se come ni una), The Needle (dos espacio-tiempos
entrelazados, los avatares de una pareja: una adicta a la heroína y un punk
violento-pero-bueno) y Daughter In Law (parecida por su estética
documental o presuntamente documental a Story Of A Weeping Camel, del
último Bafici).
En fin, poco y nada.
Ezequiel Schmoller