Alejandro Agresti logró por fin lo que tanto ansiaba. Desembarcar en las
grandes ligas, en la Meca, en Hollywood, era un sueño que podía intuirse
claramente en las últimas películas del director argentino, y en especial en
Valentín. Lo que no queda claro, después de ver La casa del lago,
es el porqué de tanto afán.
El film que marca la
reunión de Sandra Bullock y Keanu Reeves luego de la trepidante Máxima
velocidad (1993) cuenta la historia de amor entre dos personas que viven
en la misma casa, pero en diferentes tiempos. El medio de comunicación entre
ambos es el buzón postal, por el cual se envían cartas. Los separa el
tiempo, claro está, la duda de no saber si lo que sienten es real o una mera
fantasía, y ciertas circunstancias trágicas.
Remake del film
japonés Il Mare (un nuevo capítulo de la moda de reinterpretaciones y
reinvenciones de argumentos orientales, aunque esta vez animándose al género
romántico y melodramático), La casa del lago es una película sobria
en todos los aspectos. Sensible como para darse cuenta de que lo mágico y
atractivo de una historia de amor no necesita explicaciones racionales,
Agresti no se molesta en brindar ningún tipo de justificación científica:
los protagonistas logran comunicarse a pesar de estar en tiempos diferentes,
y punto. (Enbuenahora, porque el público de estos films desea creer en el
amor por sobre todas las cosas, y ninguna otra justificación debería ser
fabricada.)
Agresti también sabe
poner la cámara en el lugar adecuado y explotar la química entre Reeves y
Bullock, dos actores sobrios –ellos también– que cuentan con el plus
necesario para generar una empatía con el espectador sin dejar de ser
estrellas. La historia transcurre sin sobresaltos, generando sólo el
suspenso necesario, sin exabruptos, delineando progresivamente a la pareja
protagónica.
Por cierto que
también patina, y en más de una ocasión. Como en la escena en la cual
Alex (Reeves) planta en la esquina del edificio donde va a vivir Kate
(Bullock) un árbol, en un sutil pero enérgico gesto de amor. Al director de
Buenos Aires viceversa no se le ocurrió mejor idea que recurrir a un
inoportuno efecto especial para que a la sorprendida Kate se le aparezca, de
repente, un arbolote bien crecido. Parecería que Agresti nunca hubiera
tenido en cuenta cuestiones referidas al poder de las luces y las sombras, o
a las posibilidades del fuera de campo, que habrían permitido resolver
adecuadamente un pasaje que al final resulta bastante burdo. Tampoco se
animó a tomar el toro por las astas desechando personajes de relleno (el
padre, el hermano y la novia de Alex; la madre y el novio de Kate)
inventados por un guión convencional, para adoptar con decisión un tono
intimista y personal.
Si dichos errores
llaman la atención es justamente porque Agresti, al mismo tiempo, no deja de
ser un director de gran capacidad, no sólo demostrada en anteriores films
sino también en éste. Un ejemplo es la secuencia final, donde combina con
habilidad y fluidez distintos tiempos narrativos, con bienvenida confianza
en la percepción de los espectadores.
En el balance final
todo es livianito, livianito. Y da la sensación de que la persona detrás de
cámara, pese ser capaz y conocedora de su oficio, carece de personalidad,
atrevimiento y vuelo creativo como para despegar del montón. Agresti ya
aprendió a manejar con pericia la cámara y dejó atrás su etapa más anárquica
y experimental. Pero también su audacia. El de La casa del lago es un
Agresti domesticado.
Rodrigo Seijas
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