Con honrosas pero muy contadas excepciones, la
crítica ungió a La celda como un producto original, como un
acercamiento novedoso al género del terror e incluso –gran diario
argentino dixit– como "un film que no se parece a casi nada".
Qué va. Si la tentación de definir a una película a partir de otras no
fuera tan odiosa, de La celda podría decirse que es la hija de El
silencio de los inocentes y The Matrix. Cierto que es más que
eso, pero no mucho.
Por un lado está el aspecto policial,
que este primer largo de Tarsem Singh (prolífico realizador de videoclips y
cortos publicitarios) encara de la mano de las convenciones que caracterizan
a los "thrillers con asesino serial". El psicópata de turno es un
tal Carl (Vincent D'Onofrio), autor de una decena de espantosos crímenes.
Son sus víctimas bellas mujeres jóvenes, a las que liquida siempre de la
misma manera: encerrándolas durante 40 horas en una celda de cristal
blindado, que se va llenando de agua sin prisa ni pausa, hasta que mueren
ahogadas. Carl no sólo es un loco de aquellos sino también un gran
productor: automatizó el calvario de las muchachitas, con lo que no tiene
más que apretar un botón para que el proceso se desencadene, y esto incluye
su filmación con varias videocámaras en simultáneo. Como para darle más color
al asunto, Carl se autoproclama Dios y tiene la espalda perforada con 14
anillos de acero, a los que usa para colgarse del techo y –dicen los
especialistas– gozar con la sensación de falta de gravedad (en fin). Este
filón se complementa con Peter Novak (Vince Vaughn), el detective a cargo
de la investigación.
El otro aspecto de La celda
quiere ser de ciencia ficción psicológica. Ahí está Catharine (Jennifer
Lopez), la psiquiatra-bombón del Campbell Center, una de esas
instituciones que jamás podrían concebirse fuera de películas como esta.
Tres empleados, sin jefes ni auditores a la vista, y un aparato infernal
(con monitores de juguete) que les permite hacer que una persona ingrese
en la mente de otra para sumergirse en las producciones más recónditas de
su inconsciente. A estas dos personas las dopan (y también las cuelgan del
techo, vaya a saber por qué razón), no sin antes enfundarlas en unos
trajes estrambóticos especialmente diseñados por afamada vestuarista de
onda. Más allá de ensanchar el ya generoso busto de la Lopez, esta
indumentaria, como buena parte de lo que se ve, no responde a
"justificación dramática" alguna. Similar debilidad acusan los
diagnósticos y las explicaciones científicas, que invocan un
"síndrome de Whalen", un virus fetal, cierta "ruptura
esquizofrénica" y muchos otros disparates para definir a Carl. Lo hacen con
tan poca consistencia que bordean la comedia, especialmente si se tiene en
cuenta que uno de los explicantes es nada menos que Dylan Baker, el
impasible padre violador –todo un psicópata– de Felicidad (la
otra, ¡ay!, es la morena que había hecho tan buen papel en Secretos y mentiras).
Lo que resta es obvio. Carl es
capturado, pero cae en un estado catatónico que le impide revelar el
paradero de su última víctima, cuyas horas (son 40) están contadas. La
respuesta sólo puede provenir de una visita al inconsciente del asesino en
serie. ¿Será capaz de sonsacársela Catharine sin morir en el intento?
¿La ayudará ese detective apuesto?
La puesta en escena de los
"viajes virtuales" no deja de ser sugestiva: una
suerte de fetichismo truculento mezclado con escenarios de ensoñación, con
paisajes-asociaciones-libres; una especie de tren fantasma perverso,
torturado, no poco inquietante. El problema es conceptual. Más allá del
vigor de las imágenes puntuales, está completamente descuidada una
cuestión central: el punto de vista. Nunca queda claro por qué uno es visitado
y el otro visitante, ni cómo es que llegan a compartir esas
visiones. La música, muy estentórea, y el hecho de que a menudo se vea a
ambos simultáneamente en pantalla, tampoco ayudan. En este sentido, La celda
está muy cerca del vacío esencial de The Matrix, y en las
antípodas de Días extraños (Kathryn Bigelow, 1995), la más
formidable excursión al campo de la realidad virtual que haya emprendido un
thriller cinematográfico.
Dos o tres cosas más. La pacatería gratuita
del diálogo en el que el policía se confiesa amigo de la pena de muerte:
muy suelto de cuerpo Peter no sólo le revela a Catharine que en los viejos tiempos
supo ser fiscal... ¡sino que manipulaba pruebas para conseguir la ejecución
de los bandidos! Y la endeblez del plano psicoterapéutico. Pienso en la
doctora Jennifer, cuyo reconocido talento y años de estudios no alcanzan a traducirse en otra
cosa que en miradas compasivas, abrazos maternales y comentarios pueriles
como los que ensayaría cualquier lego en la materia. Cierto es que no
pregunta "¿... y a usted qué le parece?". Menos mal.
Guillermo Ravaschino
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